#45     


Desde la pared

Gabriela Scavuzzo


 Muchas veces las personas han imaginado cómo sería poder ver a cada instante lo que ocurre en todos los hogares de todos los países del mundo. Se ha hablado del "Gran Hermano" como un gran ojo que todo lo vigila. Se han conjeturado los posibles alcances a nivel seguridad y espionaje que esta custodia diaria podría acarrear.

 Pero ¿cómo pueden imaginar semejante empresa, si ni siquiera saben realmente todo lo que implica conocer lo que ocurre dentro de escasas cuatro paredes, las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año?

 Desde que me llevaron del anticuario La Ideal de San Telmo una dulce y tibia tarde primaveral de 1967 habito el mismo rincón en la pared: a la izquierda de "La piel de naranja" de Oscar Wilde, quien disfruta contándome su historia una y otra vez desde el segundo estante de la lustrosa biblioteca de roble, y a la derecha de una mediocre copia al óleo de reproducción masiva del magistral "Nacimiento de Venus" de Boticceli.

 Estoy situado justo encima de un mueble centenario con delicadas incrustaciones de figuras labradas en bronce. Sus cajones, macizos y fuertes, siguen desplazándose suavemente cuando la señora Amelia tira de las doradas manecillas en forma de llave invertida. Sobre ella descansan innumerables recuerdos olvidados, desalojados de la mente por la urgencia de atender las incalculables demandas cotidianas de un pequeño niño juguetón.

 Por mucho que intente, el polvo no consigue añejarse en los recovecos de los portarretratos y trofeos: una mano constante no permite que la tierra tape la memoria. Observar aquellas fotos reabre la herida que no terminará nunca de sanar completamente. Es por eso que Amelia aprendió a lo largo de miles de lágrimas y preguntas sin respuesta a limpiarlas y verlas sin reparar realmente en ellas.

 Desde mi beneficiada posición en el centro de la habitación observo minuciosamente cada movimiento que en él se produce. No hay mucho más a lo que pueda abocar mi existencia. Pero este privilegio es a su vez un horrendo karma con el que debo convivir a cada momento. Yo fui testigo involuntario: me vi forzado, obligado a presenciar la angustia y la tristeza, el desconsuelo y la desesperación, la ira y la impotencia. La felicidad desdichada, la desdicha con felicidad: ¿cómo se toma partido frente al adiós final de aquel cuerpo al que entregaste tu amor incondicional en el estado más puro, y el advenimiento de una pequeña prolongación de la vida de aquél a quien despides?

 Cuando llegué al segundo piso del 2956 de la calle Baigorria, en las manos de Amelia no podían observarse venas verdosas ni manchas sobre la epidermis. La piel de su rostro era tersa, su cabello castaño claro. Al acercarse para maquillarse o peinarse, la veía con detenimiento: sus ojos avellana chisporroteaban felices llenos de expectativa. Mientras su vientre crecía día a día, el dulce y liláceo aroma a vainilla del amor inundaba todo el ambiente. Era una casa feliz, radiante y todos nosotros lo notábamos: recuerdo haber escuchado a los desgastados dobladillos de las cortinas color bermellón comentar con el velador de base nacarada lo contentos que estaban de vivir en un hogar tan dichoso.

 La sensación de bienestar se intensificó con la llegada de Lucía: todo era mimos de algodón, caricias rosas, besitos de talco y puntillas de arrorró. Con el correr de los años la belleza de la imagen no cambió, aunque sí comenzó a hacerlo la corteza de los cuerpos: la pequeña Lucía creció con las corridas de escondidas y manchas venenosas, nervios de aventuras en la boca del estómago y risas de cosquillas traviesas en nuestro cuarto (es que ya lo siento como parte de mí, o yo me siento parte suya). En mí se reflejaron sus primeros cambios físicos, como las chispitas rojizas en sus mejillas que preanunciaban la adolescencia, o las curvas que asomaban tímidas detrás de su cintura.

 El aparador debajo mío me confesó su orgullo cuando Lucía lo eligió para ser la repisa que sostuviera sus trofeos y medallas de las competencias de gimnasia aeróbica. En poco tiempo se vio completamente repleto. Aunque no le guste reconocerlo, yo sé porque lo oí refunfuñar, que en parte está molesto porque estos le restan protagonismo a la belleza de su madera. Es tan egocéntrico…

 Un dorado amanecer de agosto el cuarto permaneció en silencio. Le pregunté a "La piel de naranja" si sabía por qué el ambiente estaba tan tranquilo, pero no hizo más que relatar su historia una vez más. Le grité a la ventana para ver si sabía qué ocurría, pero me contestó con un resoplido insolente. Le susurré al almohadón sobre la cama, quien finalmente me explicó acongojado: "Mientras todos dormían, Lucía se fue. Me dijo que nos va a extrañar mucho a todos, pero que es hora de comenzar a recorrer su propio camino y tener su propio lugar. Nos dejó muchos besos."

 Repentinamente el cuarto de apagó y sólo quedó vacío y soledad; sinceramente nos entristecimos mucho. Incluso al mueble debajo mío lo vi lagrimeando, aunque se esforzaba por ocultar su insospechada angustia. Fue un abandono tan imprevisto, un cambio tan brusco. Nos costó reponernos, principalmente porque la habitación ya no fue tan transitada ni visitada. Las voces se escuchaban a lo lejos. Las risas eran ocasionales. Las visitas, esporádicas. Pasaron ocho años en los que todos los habitantes del cuarto envejecimos dieciséis. Para nosotros, tanto como para las personas, el olvido es sinónimo de muerte.

 Una tarde de otoño, sin más anuncios que un timbrazo, Lucía volvió a la casa. Escuchamos su voz de niña (para mí siempre lo será) amortiguada por las paredes del comedor. Amelia trajo con esfuerzo un bolso grande y unas mochilas que estaban a punto de estallar. ¡La habitación se convirtió en una fiesta! ¡Lucía volvía! ¡Lucía volvía para quedarse! Todos cantamos llenos de alegría. El aparador de los trofeos hizo un gracioso zapateo con sus largas patas en forma de tobogán. Parecía que inclusive el sol alumbraba el cuarto con especial dedicación.

 De repente la puerta volvió a abrirse. La persona que entraba al cuarto era sostenida por los hombros por Amelia y José. Lucía débil, frágil y efímera como una burbuja de jabón que ni bien se la toca estalla en minúsculas gotas brillantes. ¿Era esa Lucía? Lamentablemente, sí. ¿Qué ocurría? No podíamos comprender lo que sucedía. La alegría dio paso a la desorientación e incertidumbre. Murmuramos y conjeturamos miles de extravagantes situaciones. Sólo con el correr de aquellos tétricos meses de metálicos dolores, misteriosas píldoras y sanadores titulados descubrimos que a medida que su salud se deterioraba hasta convertirla en una pálida sombra, su abdomen crecía. Pero su mirada era lejana y el aroma a vainilla apenas era perceptible por encima de las ácidas lágrimas. Estuve presente en el proceso, pero no tuve posibilidad de elegir: vi, sin desearlo, su cuerpo marchitarse y florecer en un pimpollo prematuro.

 Profundas marcas rondan hoy el rostro de Amelia. Sus ojos tienen un dejo de oscuridad, a pesar de que su luz hace ya cinco añitos que brilla llena de energía. Aunque sus manos son vitales y fuertes, se nota en ellas el paso de la vida. La imaginación y la inocencia colman nuevamente la habitación de Lucía. "Es muy chiquito todavía para saber la verdad", se dicen diariamente Amelia y José desde el marco de la puerta, mientras lo miran sumergirse en sueños de golosinas.



Gabriela Scavuzzo
Argentina, reside actualmente en Londres.


Nov
2007