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Muchas veces las personas han imaginado cómo sería poder ver a cada
instante lo que ocurre en todos los hogares de todos los países del mundo.
Se ha hablado del "Gran Hermano" como un gran ojo que todo lo
vigila. Se han conjeturado los posibles alcances a nivel seguridad y espionaje
que esta custodia diaria podría acarrear.
Pero ¿cómo pueden imaginar semejante empresa, si ni siquiera saben
realmente todo lo que implica conocer lo que ocurre dentro de escasas cuatro
paredes, las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco
días del año?
Desde que me llevaron del anticuario La Ideal de San Telmo una dulce
y tibia tarde primaveral de 1967 habito el mismo rincón en la pared: a
la izquierda de "La piel de naranja" de Oscar Wilde, quien disfruta
contándome su historia una y otra vez desde el segundo estante de la lustrosa
biblioteca de roble, y a la derecha de una mediocre copia al óleo de reproducción
masiva del magistral "Nacimiento de Venus" de Boticceli.
Estoy situado justo encima de un mueble centenario con delicadas
incrustaciones de figuras labradas en bronce. Sus cajones, macizos y fuertes,
siguen desplazándose suavemente cuando la señora Amelia tira de las doradas
manecillas en forma de llave invertida. Sobre ella descansan innumerables
recuerdos olvidados, desalojados de la mente por la urgencia de atender
las incalculables demandas cotidianas de un pequeño niño juguetón.
Por mucho que intente, el polvo no consigue añejarse en los recovecos
de los portarretratos y trofeos: una mano constante no permite que la tierra
tape la memoria. Observar aquellas fotos reabre la herida que no terminará
nunca de sanar completamente. Es por eso que Amelia aprendió a lo largo
de miles de lágrimas y preguntas sin respuesta a limpiarlas y verlas sin
reparar realmente en ellas.
Desde mi beneficiada posición en el centro de la habitación observo
minuciosamente cada movimiento que en él se produce. No hay mucho más a
lo que pueda abocar mi existencia. Pero este privilegio es a su vez un
horrendo karma con el que debo convivir a cada momento. Yo fui testigo
involuntario: me vi forzado, obligado a presenciar la angustia y la tristeza,
el desconsuelo y la desesperación, la ira y la impotencia. La felicidad
desdichada, la desdicha con felicidad: ¿cómo se toma partido frente al
adiós final de aquel cuerpo al que entregaste tu amor incondicional en
el estado más puro, y el advenimiento de una pequeña prolongación de la
vida de aquél a quien despides?
Cuando llegué al segundo piso del 2956 de la calle Baigorria, en
las manos de Amelia no podían observarse venas verdosas ni manchas sobre
la epidermis. La piel de su rostro era tersa, su cabello castaño claro.
Al acercarse para maquillarse o peinarse, la veía con detenimiento: sus
ojos avellana chisporroteaban felices llenos de expectativa. Mientras su
vientre crecía día a día, el dulce y liláceo aroma a vainilla del amor
inundaba todo el ambiente. Era una casa feliz, radiante y todos nosotros
lo notábamos: recuerdo haber escuchado a los desgastados dobladillos de
las cortinas color bermellón comentar con el velador de base nacarada lo
contentos que estaban de vivir en un hogar tan dichoso.
La sensación de bienestar se intensificó con la llegada de Lucía:
todo era mimos de algodón, caricias rosas, besitos de talco y puntillas
de arrorró. Con el correr de los años la belleza de la imagen no cambió,
aunque sí comenzó a hacerlo la corteza de los cuerpos: la pequeña Lucía
creció con las corridas de escondidas y manchas venenosas, nervios de aventuras
en la boca del estómago y risas de cosquillas traviesas en nuestro cuarto
(es que ya lo siento como parte de mí, o yo me siento parte suya). En mí
se reflejaron sus primeros cambios físicos, como las chispitas rojizas
en sus mejillas que preanunciaban la adolescencia, o las curvas que asomaban
tímidas detrás de su cintura.
El aparador debajo mío me confesó su orgullo cuando Lucía lo eligió
para ser la repisa que sostuviera sus trofeos y medallas de las competencias
de gimnasia aeróbica. En poco tiempo se vio completamente repleto. Aunque
no le guste reconocerlo, yo sé porque lo oí refunfuñar, que en parte está
molesto porque estos le restan protagonismo a la belleza de su madera.
Es tan egocéntrico…
Un dorado amanecer de agosto el cuarto permaneció en silencio. Le
pregunté a "La piel de naranja" si sabía por qué el ambiente
estaba tan tranquilo, pero no hizo más que relatar su historia una vez
más. Le grité a la ventana para ver si sabía qué ocurría, pero me contestó
con un resoplido insolente. Le susurré al almohadón sobre la cama, quien
finalmente me explicó acongojado: "Mientras todos dormían, Lucía se
fue. Me dijo que nos va a extrañar mucho a todos, pero que es hora de comenzar
a recorrer su propio camino y tener su propio lugar. Nos dejó muchos besos."
Repentinamente el cuarto de apagó y sólo quedó vacío y soledad; sinceramente
nos entristecimos mucho. Incluso al mueble debajo mío lo vi lagrimeando,
aunque se esforzaba por ocultar su insospechada angustia. Fue un abandono
tan imprevisto, un cambio tan brusco. Nos costó reponernos, principalmente
porque la habitación ya no fue tan transitada ni visitada. Las voces se
escuchaban a lo lejos. Las risas eran ocasionales. Las visitas, esporádicas.
Pasaron ocho años en los que todos los habitantes del cuarto envejecimos
dieciséis. Para nosotros, tanto como para las personas, el olvido es sinónimo
de muerte.
Una tarde de otoño, sin más anuncios que un timbrazo, Lucía volvió
a la casa. Escuchamos su voz de niña (para mí siempre lo será) amortiguada
por las paredes del comedor. Amelia trajo con esfuerzo un bolso grande
y unas mochilas que estaban a punto de estallar. ¡La habitación se convirtió
en una fiesta! ¡Lucía volvía! ¡Lucía volvía para quedarse! Todos cantamos
llenos de alegría. El aparador de los trofeos hizo un gracioso zapateo
con sus largas patas en forma de tobogán. Parecía que inclusive el sol
alumbraba el cuarto con especial dedicación.
De repente la puerta volvió a abrirse. La persona que entraba al
cuarto era sostenida por los hombros por Amelia y José. Lucía débil, frágil
y efímera como una burbuja de jabón que ni bien se la toca estalla en minúsculas
gotas brillantes. ¿Era esa Lucía? Lamentablemente, sí. ¿Qué ocurría? No
podíamos comprender lo que sucedía. La alegría dio paso a la desorientación
e incertidumbre. Murmuramos y conjeturamos miles de extravagantes situaciones.
Sólo con el correr de aquellos tétricos meses de metálicos dolores, misteriosas
píldoras y sanadores titulados descubrimos que a medida que su salud se
deterioraba hasta convertirla en una pálida sombra, su abdomen crecía.
Pero su mirada era lejana y el aroma a vainilla apenas era perceptible
por encima de las ácidas lágrimas. Estuve presente en el proceso, pero
no tuve posibilidad de elegir: vi, sin desearlo, su cuerpo marchitarse
y florecer en un pimpollo prematuro.
Profundas marcas rondan hoy el rostro de Amelia. Sus ojos tienen
un dejo de oscuridad, a pesar de que su luz hace ya cinco añitos que brilla
llena de energía. Aunque sus manos son vitales y fuertes, se nota en ellas
el paso de la vida. La imaginación y la inocencia colman nuevamente la
habitación de Lucía. "Es muy chiquito todavía para saber la verdad",
se dicen diariamente Amelia y José desde el marco de la puerta, mientras
lo miran sumergirse en sueños de golosinas.
Gabriela Scavuzzo
Argentina, reside actualmente en Londres.
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Nov
2007 |