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“Pude ver de cerca la pobreza honrada
y los más desolados episodios del dolor
y la abnegación en las capitales populosas.”
Benito Pérez Galdós (1843-1920).
Galdós, sin duda el mejor novelista español del XIX, lleva a su término más perfecto, a su más extraordinaria realización poética, la concepción histórica de la gran novela ochocentista que culmina en el naturalismo romántico. La trayectoria de esta concepción novelística tal vez pueda decirse que parte, como de su raíz y fundamento, de Stendhal. Stendhaliano, más que homérico, es Galdós en sus descripciones panorámicas, descoyuntadas, desarticuladas, de las grandes batallas y sitios de la guerra napoleónica.
Hay una filosofía implícita y a veces explícita, en sus epopeyas novelescas -Episodios nacionales-, cuya procedencia profunda ya no es stendhaliana, sino profundamente tradicional española.
Benito Pérez Galdós nace en Las Palmas de Gran Canaria el 10 de mayo
de 1843. En 1852 ingresó en el Colegio de San Agustín. A los diecinueve
años se traslada a Madrid, donde cursó la carrera de derecho, licenciándose
en 1869. Colaboró en La Nación (1865), El Debate (1868), Revista de España
(1871) y La Ilustración de Madrid (1872). Partidario de la revolución de
1861 que derrocó a Isabel II, resultó elegido diputado liberal aunque no
sentía atracción por la política. En 1889 fue elegido académico, aunque
por presiones políticas (era notoria su ideología liberal y republicana),
no ingresó en la Real Academia Española hasta 1897. Su liberalismo evolucionó
más tarde hacia el socialismo y mantuvo cordiales relaciones con Pablo
Iglesias. Los grupos conservadores obstaculizaron su candidatura al premio
Nobel de Literatura (1905 y 1912). Su labor literaria asombra por su volumen,
la riqueza de su contenido y las cualidades de tenacidad y construcción
sólida y acabada que pone de manifiesto. Sus últimos años fueron difíciles:
ciego, con apuros económicos, enfrentado a importantes figuras de la política
y la literatura. Benito Pérez Galdós muere en Madrid el 4 de enero de 1920.
Decía Tolstoi que sus maestros eran Homero y Goethe. Galdós hubiera podido decir que la novela picaresca y Cervantes. Goethe, como Manzoni y Victor Hugo, había dado a la novela romántica -histórica y psicológica- su característica teatralidad. También Cervantes teatralizaba la novela clásica, que el mismo inventó. -Al no poder competir con Lope en el teatro, Cervantes teatralizó la novela, el arte maravilloso suyo de novelar. Como Lope, recíprocamente, había novelizado el teatro-. En la honda raíz española, literaria y popular, de Galdós, hay todo eso: teatralización de la novela y novelización del teatro. Recuérdese que sus mejores novelas y dramas, se “casan” como él decía, en esa forma tragicómica de tan gloriosos antecedentes españoles (de La Celestina, de La Dorotea). Recuérdese Fortunata y Jacinta (1886-1187), Realidad (1892), El abuelo (1897), Misericordia (1897), Casandra (1910), cinco obras maestras incomparables.
Galdós, “visionario”, como Balzac; pero mucho más complejo, vario, rico, extenso e intenso, (recuérdense los Torquemada, Nazarín, El amigo Manso, Miau, La desheredada, El doctor Centeno, Ángel Guerra...), junta, diríamos, por esa riqueza y variedad singularísimas de su creación novelesca, aspectos comparables, si con Balzac, digo, por la poderosa visualidad, plasticidad, color, de sus páginas, también con Dickens, y, sobre todo, con Dostoievski. Que de todos ellos, o mejor digo, con todos ellos, sostiene la comparación; y casi siempre para superarla.
Un gran político español -gran español, gran liberal, como Galdós, que también fue liberal- y de una vivísima sensibilidad literaria, don Antonio Maura- muy lector de Galdós como de Lope-, decía que no se pondría comprender nuestro siglo XIX sin la lectura de Galdós. Y no comprender nuestro siglo XIX español, no sentirlo en su examen de conciencia vivo, que el espejo tragicómico de Galdós, en los Episodios y en las demás Novelas contemporáneas suyas, nos pone ante los ojos, es no sentir ni entender de verdad España, no tener conciencia clara, si dolorosa, de ella. Querer saltarse este siglo XIX español, para volver a los de oro -aunque también de sangre- XVII y XVI, como hacen o intentan algunos españoles, es dar o querer dar un salto atrás histórico, verdaderamente mortal para la conciencia española. El examen de esta conciencia, el que en su portentosa obra novelística nos ofrece Galdós es, como examen de conciencia, que diría el santo de Loyola, un “ejercicio espiritual”. Parece que hay muchos españoles -sobre todo, jóvenes, que han nacido ya con cansancio o pereza constitutiva, genotípica- que rechazan este ejercicio. Leer a Galdós les parece un esfuerzo descomunal. Prefieren ver la televisión. Se trata de no hacer ejercicio espiritual. Duele mucho tener conciencia. Pero ese dolor, ese esfuerzo, ese ejercicio espiritual, examen de conciencia trágico, si enciende en el alma los más atroces, horrorosos espantos, también le abre humanos horizontes de piedad. Estos dos sentimientos, la piedad y el horror, que, como es sabido, sirvieron al filósofo griego para justificar la irracionalidad atroz de la tragedia, son aquellos en los que fundamentalmente coinciden Dostoievski y Tolstoi, como novelistas, con nuestro Galdós. Por ellos una conciencia nacional puede vencer y superar, transformándola, la fatalidad de un destino histórico. “No soy yo –dijo Galdós el día en que “lo hicieron académico”, y aceptó como diputado, por compromiso-; no soy yo, es mi público el que escribe mis novelas”.
Francisco Arias Solis
España.
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