#46     


El inglés
Tomás V. Richards


 Cruzar la Patagonia a pie no había sido una gran idea, lo sabía, aunque ahora, tendido sobre el suelo frío del desierto, no podía permitirse pensar en ello. Nadie nunca hubiese podido atravesar la región solo en esa época del año, y muchísimo menos con la única ayuda de sus botas y del raquítico equipaje que él había llevado. Pero ahora todo eso importaba cada vez menos; menos incluso que cuando había sentido el irrefrenable impulso de lanzarse a esa travesía. Ahora, lejos de allí, miles de hombres disfrazados de soldados caían muertos de cara sobre el barro, un barro mucho más sucio y pisoteado que el que lo sostenía a él, sin poder darse el lujo, merecido o no, de comprender, de arrepentirse antes de cerrar los ojos a esta vida; y algunos sin siquiera conseguir que se cumpliese su derecho a cerrar los ojos antes de expirar. Ése sórdido destino era el que había creído perseguir al lanzarse a su imposible travesía. Ahora sabía que se trataba de un destino muy distinto.

 Había recibido la noticia de la guerra un lunes a la noche. Ese día había trabajado hasta tarde. Había empezado su jornada mucho antes de que el sol se encontrase sobre su cabeza, y mucho después de que sus ojos hubiesen dejado de distinguir el tronco al cual él le pegaba, había decidido poner fin a la tarea, había guardado el hacha y había bajado por el camino hasta el almacén de Julio. Allí, semidormido ante un vaso de whisky, oyó que alguien le decía:

--Sí, Inglés. Dicen que empezó hace un mes. Es una cosa de locos, todos contra todos. Tenés suerte, vos, de estar acá. Allá se va a morir mucha gente.

 El otro siguió hablando pero él no lo escuchó más. Apuró su whisky y salió del almacén sin saludar a nadie. El invierno había llegado temprano y afuera hacía frío.

 Esa noche se encontró dando vueltas en su cama deshecha. Al otro lado de la habitación, en la chimenea, la leña iba perdiendo su calor, con algún débil estallido y un chispazo de rebeldía estéril de vez en cuando, degradándose lentamente a la condición de ceniza mientras el aire frío del exterior se colaba por cada poro de la casa y desplazaba, por una simple cuestión de física, lo que de aire caliente quedaba.

 Sin embargo el Inglés estaba destapado. Las sábanas habían caído al piso hacía rato y él ni siquiera lo había notado. Estaba tenso, duro como un pedazo de hierro, masticando sin saborear la noticia que había recibido. ¡Su país estaba en guerra! Tengo que ir, pensaba; Tengo que ir, repetía. Pero sabía que estaba varado en ése pueblo: el único medio de contacto con la civilización que había era el camión del ejército, que pasaba por allí una vez por mes o una vez cada mes y medio, y que había pasado hacía sólo una semana. Sin el camión no tenía forma de llegar al puerto y embarcarse hacia Europa.

 La noche pasó.

 Al amanecer, se levantó de la cama para sumergirse, una vez más, en el ritmo vacío y satisfactorio de su rutina de hachero, que se repitió igual que siempre: la hoja de acero subiendo y bajando sobre la madera herida, las astillas saltando con violencia por el aire, el viento frío cortando la cara y las manos, el pensamiento y el mundo ausentes por completo.

 Más tarde, cuando el sol se deslizó detrás de la cordillera y las montañas dejaron de ser reales para convertirse en sombras recortadas sobre el cielo, hizo a un lado el hacha y recorrió maquinalmente el camino helado que conducía al almacén y se sentó en una de las mesas, ensimismado y como absorto, frente al acostumbrado vaso de whisky. Sus músculos estaban agotados y sobriamente satisfechos por el ejercicio. Su asiento lo absorbía, hundiéndolo en un cálido y confortable sopor que parecía no tener fondo. Así estuvo algún tiempo, oyendo sin atención la charla de los demás hombres, hasta que, sin poder él evitarlo, sus pequeños ojos alcohólicos rodaron desde el vaso hasta el mapa salpicado de colores que colgaba de una de las paredes del lugar. Sobre él se estiraba la cónica república. Buscó con la vista la cordillera y allí ubicó el punto que señalaba aquel pueblo que contenía aquel iluminado y caluroso almacén que, en ése momento preciso, lo contenía a él. Acto seguido, trazó in mente una recta perfecta desde el punto hasta el puerto. De golpe estaba despierto. Rápidamente hizo un cálculo: desde los Andes hasta el Atlántico, veinte o veinticinco días, a pie. Sonrió y tragó un sorbo de whisky. Los demás seguían hablando de otros temas. Desde los Andes hasta el Atlántico, a pie, se dijo.

 Saltó de la cama antes del alba; ya no tenía sentido permanecer acostado. Afuera la oscuridad y el frío eran trama y urdimbre de un manto inviolable que se enredaba entre los árboles. En la chimenea el fuego había muerto, lo cual acrecentaba la gelidez de la escena. Hizo algunos movimientos para entrar en calor y encendió el fuego. Cuando la madera entró en combustión, la habitación cuadrada, que era casi toda la casa, se vio invadida de destellos anaranjados y sombras movedizas que insuflaron vida a todos los objetos del lugar. El Inglés colocó un cacharro sobre el fuego y lo dejó calentándose; luego fue hasta el otro lado de la habitación con paso somnoliento. Tomó una mochila de cuero y empezó a guardar en ella todo lo que podía servirle para el viaje, que no era mucho: algunas bolsitas de arroz que no sumaban dos kilos y algunos fósforos, la misma frazada percudida que lo cubría todas las noches desde hacía años, la escopeta de doble caño que había cambiado, alguna vez, por trabajo, tres cartuchos de escopeta y su cuchillo. Nada más.

 Volvió a la chimenea y se puso las botas. Luego, sin quemarse, alzó el cacharro del fuego y se tomó el café que éste contenía con sorbos cortos y apresurados. Cuando terminó, ató el cacharro a la mochila, sin lavarlo. Se cargó todo al hombro y salió. No apagó el fuego ni cerró la puerta tras de sí. Afuera, todo dormía en perfecto silencio. En el cielo, sobre los árboles, algunos vapores rosados se desplazaban rasgándose el vientre con las ramas. Atravesó el pueblo sin prisa y al llegar hasta el extremo donde empezaba el camino, se volvió a mirar: la débil luz del sol iba dando importancia a los cerros.

 Se alejó de a poco, al amanecer, como un fantasma.

 Al principio las cosas no habían ido mal. Caminó siguiendo un pequeño río que, más tarde o más temprano, debía encontrarse con el principal camino al puerto. Caminaba todo el día, hasta agotar sus fuerzas, cosa que generalmente sucedía cuando la noche caía sobre él. Entonces encendía un fuego con ramas secas y cocinaba arroz en el cacharro. Luego de comer se quedaba sentado unos minutos, escuchando el murmullo del río, única compañía en aquellas soledades. Meditaba sobre la guerra que tenía lugar en su continente, una guerra de la cual ni siquiera conocía bien la causa, y sufría por el hecho de no estar ya allí. ¡Voy!, ¡voy!, se repetía todo el tiempo, a veces sin siquiera pensarlo, y más que el arroz, era este impulso, este anhelo, unido a cierto indefinido sentido del deber, su verdadero alimento, su verdadera fuente de energía. Luego se tendía en el suelo, envuelto en la frazada vieja, sin cuidarse de mimos. Con los primeros vestigios de luz solar reemprendía la marcha, unas veces a favor del viento, otras con el viento azotándolo de frente, siempre con el río a su izquierda, siempre a través de un paisaje que parecía cada vez más muerto a medida que el invierno se asentaba sobre él y la cordillera iba quedando atrás.

 Así había sido durante los primeros diez días -ése era su cálculo actual, aunque no tuviese modo de constatarlo con efectividad-; luego, todo había comenzado a dificultarse. En el día número once de su marcha, el viento, que lo había fustigado cada segundo desde su partida, desapareció repentinamente, renunciando, al parecer, a su ancestral tarea de barrer la tierra y moldear la piedra. Desde la gris inmensidad del cielo, que cubría toda la redondez del mundo, una nieve limpia y purísima comenzó a caer con ligereza en forma de diminutos copos, casi sin caer, acercándose despacio a la tierra y suspendiéndose en el aire estático durante algunos segundos para tocar finalmente el suelo.

 En un gesto colmado de gracia, que contrastaba visiblemente con su duro aspecto, el Inglés extendió un brazo con la palma de la mano vuelta al cielo. Contempló como los copos blancos se posaban en su mano y se enredaban entre sus dedos, resbalando y fundiéndose con sus toscos cayos de hachero. No fue exactamente felicidad -tampoco simple alegría- lo que experimentó; era algo más sutil, que hubiese podido llamarse extrañamiento o plenitud. Plenitud: todo el Universo, toda la Creación involucrada en ello, sus puntos y rectas y todos sus haces de luz, cada figura geométrica y cada nota musical convergiendo, en ese instante único, en él y en lo que lo rodeaba, en la nieve, en el aire, en su pecho, llenándolo, ocupando su alma sin dejar ni un rincón vacío.

 Plenitud, definitivamente, eso fue lo que sintió.

 Esa fue la última caricia que le prodigó la naturaleza. Por la tarde, el viento volvió a soplar con más furia que antes y lanzó sobre él una espesa cortina de nieve que se acumuló en sus cejas, en sus pestañas y en el suelo, tornando cada vez más difícil el paso. La estepa inerte que lo había acompañado hasta ese entonces había desaparecido bajo una especie de caos primordial blanco, salpicado de informes manchas negras que se mostraban y se ocultaban mediante misteriosas ejecuciones de ebanistería. Lo único que todavía podía verse era el río, que corría mudo entre la nieve como la última y minúscula arteria del mundo.

 Pronto hubo que hacer campamento y el lugar escogido para ello fue el pie de un arbusto ridículo que ofrecía la exigua comodidad de no dejar pasar demasiado el viento, aunque tampoco lo detenía mucho. Aquella noche resultó imposible encender fuego a causa de la tormenta, así que el Inglés juntó algo de agua en el cacharro y ablandó en ella un poco de arroz. Luego masticó y tragó sin queja la pasta helada, bocado por bocado, sintiendo cómo se asentaba en la bolsa de su estómago y se iba hinchando, resistiéndose a la digestión.

 Cuando terminó, sintió como si hubiese tragado una piedra o un bloque de hielo muy duro y pesado. Apoyado de espaldas contra el arbusto, se rascó la barba que había crecido en su rostro desde la partida. Desde la adolescencia se había afeitado a diario, por lo que no podía imaginarse su apariencia actual. Trató de pensar en la guerra y lo consiguió durante algunos minutos. Pero estaba exhausto. Se tumbó al abrigo del arbusto, con los músculos contraídos por el frío y el oído atento a los constantes aullidos del viento. Sus botas estaban empapadas. La nieve lo fue cubriendo de a poco.

 En cualquier lugar, toda actividad se interrumpe con la llegada de una tormenta. La aparición de un fenómeno meteorológico de esta naturaleza se impone sobre las vicisitudes de la vida cotidiana y exige la inmediata postergación de toda acción, sea cual sea su importancia, en pos de la búsqueda de refugio y la espera del sol. Pero cuando uno se topa con una tormenta en medio de un desierto las cosas son diferentes. Allí no hay toldo bajo el cual arrimarse; cuando arrecia el sol no hay donde esconderse, cuando cae la lluvia uno sólo puede mojarse y cuando el viento escupe a la propia cara todo su desprecio y la nieve no da tregua, sólo resta seguir andando, sólo andando, sin parar.

 Por instinto o por propia inteligencia, el Inglés comprendía esto. Durante la semana que duró la tormenta (siete días enteros, siete noches eternas), no se detuvo más que lo necesario para dormir y comer. Nada, ni el dolor ni el cansancio que sentía en el cuerpo, ni el peso de sus botas mojadas en los pies, nada era excusa suficiente para frenar. Sólo comer, caminar y dormir. Al despertarse cada día, antes que la luz turbia cubriese la tierra, se sacudía la nieve de encima y daba algunos saltos en el lugar para entrar en calor. A veces, cuando sus miembros estaban demasiado entumecidos, se los frotaba con nieve hasta hacerse arder. Luego seguían el arroz insulso y la larga jornada de arrancar los pies de la nieve y adelantarlos un paso más cada vez. Ésa era la rigurosa disciplina que iba a llevarlo hasta el puerto.

 Mientras tanto la nieve caía sin cesar. Día a día, hora a hora, las capas se iban acumulando, unas sobre otras, encima del congelado y estéril suelo patagónico. A veces, cuando el Inglés interrumpía un instante la caminata, tan sólo el instante necesario para orientarse o cambiar el aire, sucedía que la tierra lo absorbía de golpe y quedaba clavado en la nieve hasta la altura de la cintura. Era como si el suelo cediese bajo sus pies, como si el suelo que lo sostenía cayese sobre otro suelo y luego sobre otro y sobre otro más, hasta llegar al verdadero suelo. Entonces ya no alcanzaba con elevar las rodillas hasta el pecho para volver a la superficie; había que recurrir a los brazos, las manos y hasta al abdomen para conseguirlo, dando por sentado que ninguna parte del cuerpo permanecería seca y que algún que otro miembro se rasparía con las piedras. Esto llegaba a repetirse tantas veces por día que, al cabo de unas horas de marcha, su agotamiento era tal que apenas le quedaban fuerzas para contener las lágrimas. Pero a pesar de los golpes, su voluntad no desfallecía. En tal trance, lo único que deseaba más que llegar a su país era un buen par de raquetas de nieve para seguir adelante.

 Otro obstáculo lo representaba el arroz. Preparado sin fuego, sólo con agua, y helado como sus huesos, sus ropas y todo cuanto lo rodeaba, empezaba a hacérsele indigerible. Cada bocado parecía ser dueño de todas las propiedades físicas y químicas del mármol, y las noches de mal sueño a la vera del río no eran tregua suficiente para asimilar lo ingerido. Después de casi tres semanas de seguir esa dieta, cada vez le costaba más moverse durante todo el día. Deseaba con ansia cruzarse con un animal, un bichito, cualquiera que fuese, para cazarlo y modificar en algo su perpetuo menú.

 Pero éste era el aspecto menor de la cuestión. El verdadero problema era de otra índole, la clase de problema que un voluntarista (y el Inglés quizá lo fuera) hubiese desestimado: un problema estrictamente material. Más concretamente, la escasez. El arroz se agotaba. Dos kilos habían durado casi veinte días. No podían durar mucho más.

 Una mañana despertó luego de un raro sueño. Despegó sus párpados ateridos y divisó, a unos cincuenta o sesenta metros de él, un bulto negro que parecía un animal. La nevisca caía de costado y obstaculizaba la vista, pero pudo distinguirlo claramente sobre el blanco tapiz sin mácula que se extendía ante él. Aunque estaba excitado, pudo controlar sus impulsos; no se movió. Lentamente, deslizó su mano hasta la mochila de cuero y tomó la escopeta. De uno de sus bolsillos extrajo dos de los tres cartuchos que llevaba y los colocó en la escopeta. Achinó los ojos buscando el bulto. Era negro, no demasiado grande. Pensó que podía tratarse de un jabalí pequeño. De repente se sentía atacado por un hambre feroz. Hubiese podido echarse sobre el animal y matarlo a mordiscones. Sin embargo, dominándose, se incorporó a medias y se afirmó, también a medias, sobre una de sus rodillas. Apuntó con cautela, no quería perder un tiro. La nieve era mucha. Levantó la cabeza para mirar por encima del arma y luego volvió a apuntar: el extremo se movió levemente, dibujando en el aire un círculo diminuto, imperceptible. Cuando el bulto se ubicó exactamente entre los dos caños de la escopeta, apretó uno de los gatillos y un estruendo viril rasgó el afeminado aullido del viento. No se observaba ninguna mancha de sangre sobre la nieve. Pero el animal no huía, no se movía... ¡Había dado en el blanco!

 Se incorporó apresurado y corrió hasta su presa tropezando numerosas veces en el camino. Iba con el segundo tiro listo para ser disparado si al animal se le ocurría escapar. El hambre aumentaba ante la perspectiva de verse satisfecha. Al irse acercando, observó que el animal era más grande de lo que en un principio había creído. Su estómago y su boca se excitaron aún más, como si el animal estuviese frente a ellos, ya asado y servido en una bandeja decorada. Pero cuando llegó hasta él la decepción fue grande. El bulto negro que sobresalía del suelo blanco y que él había creído en pequeño jabalí, era lo único que no se le había ocurrido suponer que pudiese ser: una piedra. Una piedra enorme y negra que debía haberse limpiado de nieve gracias a alguna caprichosa ráfaga de viento.

 El Inglés tiró al suelo la escopeta y escupió una puteada rabiosa, que murió ahogada en el caos de nieve y viento que lo envolvía. Tocó la zona de la piedra en la que había pegado el tiro y estuvo estudiándola durante algunos segundos. Luego se sentó sobre la dócil presa y dirigió la vista hacia la franja convexa y cristalina del río, que ahora estaba un poco más lejos.

 Aquel sí que era un duro golpe para su ánimo, un dato que no podía despreciar. En realidad, no se trataba tanto de haber confundido una piedra con un animal ni de haber derrochado un tiro. Era algo más profundo, que venía a clavarse como un dardo en el exacto centro de su orgulloso espíritu europeo y que estaba más allá de su equivocación y de las consecuencias que esta equivocación pudiese tener sobre su subsistencia física. Era, lo sabía, la brutal confirmación de que, en última instancia, ni su llegada al puerto ni su regreso a Europa ni su suerte descansaban en sus manos. Había algo que se le escapaba, que no podía asir ni dominar. Eso, para alguien que siempre se había sentido amo de su destino y que, además, se hallaba hambriento en medio del desierto, era catastrófico.

 Pero no se detuvo a sentir lástima de sí mismo ni a insultar a Dios. Esa misma noche la tormenta paró y recuperó un poco del ánimo perdido. Con el nuevo día reemprendió la marcha, la corriente incansable del río fugándose a su izquierda. La nieve se derritió de a poco pero el viento no se detuvo.

 Él tampoco lo hizo y al final del día había adelantado mucho. Antes de que el cielo se opacase por completo, eligió algunas ramas e hizo un fuego. Así, pudo comer caliente la última porción de arroz que le quedaba.

 Fue una buena noche. El cielo moreno se había adornado de estrellas. El período de luto que había sido la tormenta había finalizado y el Inglés, a pesar de las botas frías y la ropa húmeda, se durmió profundamente contemplando el espectáculo.

 A partir de la mañana siguiente, el hambre se convirtió en el actor principal de su drama. En los primeros dos días de ayuno, casi no experimentó otra sensación que un creciente dolor de estómago y cierta ansiedad de su cuerpo por recibir alimento, que calmaba tomando agua del río. Trató de no darle importancia al asunto y procuró convencerse de que, si bien aún no había encontrado el camino principal, no faltaba mucho para llegar al puerto. El hambre, se decía, iba a acabarse pronto y, por ende, analizaba los efectos que esta pudiese tener sobre su organismo con curiosidad de científico, sin detenerse a meditar sobre sus posibles consecuencias.

 Pero al tercer día no resistió más. El estómago ya no le dolía pero, en cambio, tenía el cuerpo adormecido y no le costaba imaginar que flotaba. La tierra, bajo sus pies, le parecía una superficie esponjosa y escurridiza en la cual ya no podía confiar, y su cuerpo no era más pesado que una sábana que colgase de su cuello. Su cabeza, un cerebro que se comprimía y descomprimía alternadamente, era lo único de él que parecía tener peso concreto. Él era sólo una cabeza... Y un corazón, pura taquicardia, que se aceleraba cada vez más, tropezando, perdiendo el compás a cada nota.

 Siguió andando, deseando comer. Hacía siglos que no comía. Andaba con paso de sonámbulo y sus ojos buscaban excitados cualquier cosa que pudiese ser tragada, moviéndose frenéticamente, con una velocidad desquiciada que le hacía confundir el cielo con la tierra; tan rápido, que la luz ya no pudo entrar en ellos y la oscuridad lo bañó todo y el Inglés, recuperando de golpe todo su peso específico, se derrumbó como si fuera un montón de piedras.

 Cuando recobró la conciencia (muchas horas o muchos minutos después, nunca pudo saberlo) se sentía débil, frágil, pero estaba más lúcido que antes del desvanecimiento. Intentó ponerse de pie sin éxito y debió resignarse a gatear. Fue hasta el río y juntó agua en el cacharro. Luego juntó algunas ramas y edificó una pequeña pira, que hizo arder en seguida. Sacó su cuchillo de la mochila y cortó algunas tiras de cuero de la misma. Las puso en el cacharro y las hirvió por más de una hora.

 Se tragó el caldo y masticó lo que quedaba de las tiras de cuero. Su cuerpo entró en calor; pudo ponerse en pie y volver a caminar siguiendo el río.

 Al cabo de unas horas llegó hasta un lago chico y sin vida que reposaba sobre la inmensidad del desierto como una gota aislada de mercurio. Allí desembocaba el río, sin haberse cruzado con ningún camino.

 Evidentemente, algo en sus planes había fallado. O bien el camino no existía o bien lo había pasado por alto en uno de los tantos momentos de semiconsciencia de los últimos días. No creyó que hubiese más alternativas que ésas dos.

 Fuera como fuera, lo cierto era que estaba solo y sin comida en medio de la Patagonia, sin saber cómo seguir. Se detuvo un momento sobre esto y casi desesperó, pero consiguió mantenerse sereno. Esta vez no tiró nada contra el suelo ni insultó a nadie ni a nada; no era furia lo que sentía. Esta vez hizo lo que creyó más razonable, lo que pensó que cualquier persona normal en su lugar habría hecho: se envolvió en su frazada y, aunque era de día, se tendió sobre el borde del lago y se durmió.

 No soñó. Ya casi no soñaba. Cuando despertó, la marea había subido levemente y expandía con precaución su contorno helado hasta tocar sus pies. Se sentó y miró el lago. Si se decidía a abandonarlo y continuaba caminando, ya no podría disponer de agua potable. Pero tampoco podía quedarse allí a morir de frío o de hambre o de ambas cosas. Estaba débil pero el mar no podía estar demasiado lejos. Además, todavía le quedaban dos tiros de escopeta que podían servirle para cazar algo. Con suerte, en pocos días podría estar en el puerto.

 Pensó en la guerra, como buscando lo último que pudiese quedarle de ánimo. Tomó agua del lago hasta hartarse y partió. Si seguía la dirección contraria al sol podía llegar al mar antes de darse cuenta.

 Anduvo sin comer ni tomar nada una semana, que a él le pareció mucho más. Al final, estaba tan débil que no podía caminar más de tres horas diarias. El resto del día lo pasaba tirado en el suelo, sumido en un letargo eterno y estúpido. Se sentía desfallecer a cada minuto, sus músculos ya casi no le respondían y sus pensamientos seguían la lógica inexistente de los sueños, saltando del hambre a la guerra en Europa y luego de nuevo hacia el hambre, hacia una buena pata jugosa de cordero o una cerveza caliente o, simplemente, un mendrugo de pan.

 Levantar las piernas para avanzar le resultaba tarea de titanes y la poca carga que llevaba en la espalda le resultaba excesiva.

 Su aspecto saludable y fornido también había cambiado. Bajo la tupida barba, que cifraba en su espesura la cantidad de días andados, el color rojo de tomador y el blanco de la raza europea habían dejado lugar a una palidez mortuoria, gris, recorrida en algunas zonas por venas y vasos sanguíneos azulados. Los pómulos se habían hecho más huesudos y los ojos saltaban de sus órbitas ennegrecidas como dos globos a punto de reventar. Éstos emitían un tenue destello de insania, que era lo único verdaderamente vivo en su cara, como un mensaje poco claro y poco cuerdo, lleno de ruido y de furia, y con significados encontrados. Por un lado, chocaban allí la desesperación causada por el hambre y la esperanza de cazar algún animal, un ciervo quizá, y tragarlo y tragar su sangre aún caliente, palpitante, tragar su vida para conservar la propia. Por otro lado, se enfrentaban el anhelo de llegar al puerto y luego a la guerra (hecho que lo situaba en la paradójica actitud de andar buscando un faro que lo guiase a la costa pero desde tierra adentro y no desde el mar) con la terrible certeza de que no podría hacerlo.

 Había perdido la facultad de percibir y medir el paso del tiempo. Iba en un estado de semiconciencia que le permitió avanzar, cada vez con más lentitud, varios kilómetros sin pensar más que en la dirección del sol. Esto último y el frío eran lo único que percibía del mundo exterior.

 Hasta que una mañana percibió algo más: cerca del horizonte, un poco hacia la derecha, había un cartel. Se restregó los ojos y volvió a mirar para cerciorarse de que no se engañaba. Efectivamente, no lo hacía; allí estaba el cartel, una chapa pintada clavada en dos palos largos. Y aunque no llegaba a leerlo, sólo podía significar una cosa: ¡había encontrado el camino! Ya no importaba si sus datos acerca de él habían sido falsos o si había tardado más de lo debido en encontrarlo; allí, a poquísimos metros, estaba el camino… ¡El camino!

 Salió disparado hacia adelante, ansioso por alcanzar el camino. La nieve se había derretido en gran parte y las piedras afloraban como burbujas opacas en la superficie de un lago cristalino. Sus músculos recobraban la salud perdida y sus piernas se sacudían con dureza de paralítico en pos del camino. Él únicamente veía el cartel que se alzaba sobre la blancura manchada del suelo patagónico y soñaba de nuevo con su puerto y su guerra.

 Mejor y más productivo hubiese sido mirar dónde pisaba, pues uno de sus ampollados pies vino a dar de lleno con una piedra. Él salió volando y cayó sobre otra piedra puntiaguda y filosa, que se clavó en su costado. Con el impacto de la caída perdió el conocimiento.

 Volvió en sí y comprendió que estaba herido, no por el dolor, que no existía, sino por la sangre que se esparcía como jugo sobre la nieve fundida. Inmediatamente, volvió a caer inconsciente.

 Una, dos y tres veces se repitió esto, hasta que, al final, el Inglés recobró la lucidez. La herida no era muy grande pero sangraba con ganas. No le dolía. Intentó levantarse pero no lo consiguió. Intentó ponerse de costado y no pudo; sus fuerzas lo habían abandonado. Miró el cartel, a unos cien metros a su derecha. Llegar hasta él era imposible. Pero no se rindió. Extendió el brazo y tomó la escopeta, que había caído a su lado. Con la otra mano buscó los cartuchos en su bolsillo. Sólo encontró uno, el otro debía habérsele perdido en la caída. Cargó la escopeta y esperó.

Días más tarde, ya casi muerto, oyó, por sobre el aullido del viento, un zumbido. Miró hacia el camino y vio asomarse la mancha espectral por uno de sus extremos. Entonces se preparó, apoyando la culata de la escopeta en el suelo de modo que sus dos caños apuntasen al cielo. Volvió a mirar. Esta vez pudo distinguirlo bien: su color verdeoscuro, los soldados, también verdeoscuros, sentados en la caja de atrás, sus ruedas girando paralelas sobre ejes invisibles. Agradeció a Dios por la aparición.

Su dedo buscó el gatillo.

Lo iban a ver. El estruendo iba a llamar su atención; sólo esperaba que no creyesen que alguien los atacaba.

Se sintió salvado, aliviado.

Disparó.

El oxidado mecanismo se accionó sin producir más sonido que un ¡click! pequeño, sordo, insignificante; un ruidito metálico que se voló con el viento y que apenas él alcanzó a oír.

La pólvora… húmeda, pensó en forma telegráfica.

No gritó. No se movió. El camión del ejército se alejó sin prisa, dejando como único rastro el zumbido de su motor. Luego, también el zumbido se alejó.

Ahora, tendido de espaldas en la tierra húmeda y mugrienta del desierto, con una herida marrón que no cesaba de latir en uno de sus costados, podía permitirse pensar que no había sido buena idea cruzar la Patagonia a pie; nadie nunca hubiese podido atravesar la región solo en esa época del año, y muchísimo menos con la única ayuda de sus botas y del raquítico equipaje que él había llevado. Recién ahora podía pensarlo, aunque ya lo supiese desde antes; ahora que ya no iba a lograrlo, ahora que se moría.

El Inglés miró su costado gangrenado y luego el cielo. El latido de la herida desapareció y dejó de sentir el frío de la nieve punzando su cuerpo, porque su cuerpo comenzaba a ser parte de la nieve. Pudo ver el sol que lo encandilaba desde arriba, como atrayéndolo hacia su esfera de quietud y silencio.



Tomás V. Richards
Buenos Aires, Argentina. 1983
Vive allí desde entonces. Estudia Letras en la Universidad de Buenos Aires. Escribe. Algunos cuentos de su autoría han sido publicados en diferentes revistas digitales y en papel. Un cuento suyo, “Llegando”, integró la antología “Letras ahora”, publicada en el 2007 por el gobierno progresista de la ciudad de Buenos Aires.