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Era muy tarde, en la noche. Las luces de colores mutilaban el lugar y sólo se escuchaban estridentes murmullos, ninguno de ellos llamaba la atención, tan sólo servían para disipar la mente en una niebla interminable y sin sentido. Te ví allá, no muy lejos; estabas a sólo unos pasos de distancia. Estabas rodeado de gente muy gris, ellos te hablaban y reían todo el tiempo como hienas. Te encontré muy solo. Tu mirada estaba hundida en el vacío, parecías no escuchar otra cosa que tu melancolía. Mis entrañas se llenaron y sentí pena, un dolor muy profundo. No te conocía, pero sabía en lo qué estabas pensando. Yo me sentía igual. Quería acercarme y decirte algo, todavía no sé qué te hubiera dicho, pero sabía que no podía hacerlo. Esperaba que tus ojos se atropellaran en los míos en alguna parte, en algún momento, pero seguías allí clavado en la nada, sin darte cuenta que había alguien más en aquel lugar esperando por vos. Había solo una persona que te miraba, pero no lo notaste.
Salí a respirar un aire frío y penetrante, un aire que necesitaba
para limpiar todo el humo viciado que me mataba a pequeñas dosis. Caminé
por una cuadra muy oscura y solitaria, quizás había más gente allí, pero
yo solo podía percatarme de mi presencia. Te seguí en mis pensamientos
toda esa noche. Esperaba verte una vez más y te imaginé en tu cama recostado
y llorando de angustia. Las sábanas se doblaban y seguían tus piernas como
una madeja de la cual era imposible librarse. Las telas se sentían como
anacondas que trepaban y extirpaban todo el aire que quedaba en tus pulmones.
Me figuraba allí, mirando todo ese espectáculo morboso, sin moverme una
pulgada, sonriendo y viéndote morir de a poco ¡Cómo gritabas buscando ayuda!
Me sentí como aquel Conde que gustaba saboreando las lágrimas inocentes
de los niños aterrorizados, disfrutando de tu inanición, deleitándome con
tus declaraciones de impotencia sollozante. Me reí con tanta estridencia,
que al advertirme, solo atinaste en entrar en un pánico aún mayor. Ya no
estabas solo como pensabas, pero esta presencia era aún más desesperante
que la soledad. Tus movimientos se hicieron cada vez más cortos y presurosos,
intentabas liberarte con tanta torpeza que la consecuencia fue una mayor
incapacidad. Tus brazos decayeron de cansancio y te entregaste a la mordaz
locura de quedar inmóvil en tu impotencia. De poco, tu respiración se fue
acotando suavemente, las exhalaciones virulentas dieron paso a leves gemidos
entrecortados. Sabías lo que pasaría y te entregaste con brazos abiertos
al destino. Atinaste una vez más hacia el vacío y suspiraste por última
vez.
La noche seguía oscura y desierta, alguien se acercó a preguntar
en voz ronca por una calle para mí desconocida, lo observé durante un tiempo
y seguí mi camino unánime hacia el sueño.
Marina Dragonetti
Buenos Aires, Argentina.
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