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Doscientas cincuenta familias. un perro sin dueño y tres gatos locos constituían la población de Villa Merced. Todos vivían en la única calle, que daba una vuelta redonda y completa, así que la chapa de la vivienda número uno, estaba al lado de la chapa con el número de la casa que cerraba el círculo. El cartero, que además cumplía la tarea de encender el alumbrado público al atardecer y apagarlo antes de iniciar a la mañana el reparto, ordenaba la correspondencia en escala ascendente para evitarse el fastidio de ir adelante y atrás como una pelota de ping-pong. Había una sola vereda, la de los números impares. La que hubiera correspondido a los números pares era el acceso a un campo vacío, con un horizonte chato, interrumpido a un kilómetro por el relieve de la estación ferroviaria. Como le gustaba curiosear la identidad de los remitentes, el cartero se enteró que el desafortunado pianista Vicente Agustín, a quien él conocía de cuando eran niños, enviaba una carta a don Gracián, presidente de la Sociedad de Fomento y despensero del pueblo. Del contenido se enteró mucho más tarde, cuando Gracián comunicó en una reunión que el solista aceptaba celebrar un recital del que nadie pudo prevenir que iba a ser el último de su existencia. La idea peregrina del concierto tuvo mucho que ver con el fallecimiento de doña Melisa, la profesora de piano. El evento comenzó a incubarse el día en que la tía de Vicente, residente fundadora de Villa Merced y miembro de la comisión de espectáculos, fue a Buenos Aires a visitar al sobrino en su pobre cuarto de pensión, y lo sedujo con la noticia de que la gente del pueblo veía con buenos ojos que un antiguo convecino viniera a deleitar los oídos con un programa de alto nivel. Melisa había donado por testamento su único tesoro, el piano, a la Sociedad de Fomento, que era también la sede de la actividad cultural del pueblo. En el salón de actos se ofrecía una vez por mes o más espaciadamente, un programa con artistas de la capital. El piano regalado permitía ahora ampliar la gama de posibilidades en el ámbito de la actividad musical. Aunque el primer concertista que trajeron no había dejado buen recuerdo, los amantes de la música seria estaban dispuestos a volver a hacer el intento y se acordaron del desafortunado Vicente Agustín. Por su parte, Vicente no se había olvidado de su pueblo, al que no había regresado desde su partida. En él había nacido y pasado la infancia y desde su perspectiva actual, aquellos habían sido los días calmos de una sinfonía pastoral. Melisa había sido su guía en las primeras incursiones por el mundo de la música y cuando los padres se convencieron de su talento, calurosamente defendido por la profesora, no titubearon en mudarse a la gran ciudad para que no se cortaran las alas de quien estaba anunciando volar alto. Hay que reconocer, sin embargo, que en la decisión tuvo mayor peso la precaria situación económica del núcleo familiar. Don Vicente tenía una chacra, cuyos productos comerciaba. Una sequía prolongada lo condujo a la quiebra y debió vender la propiedad para pagar las deudas. Fue con el dinero restante que se marcharon a Buenos Aires. La suerte no les fue particularmente benigna. Aunque padre y madre consiguieron trabajo, no pudieron solventar el gasto de mandarlo a estudiar con Scaramuzza y entonces lo anotaron al examen de ingreso del Conservatorio Nacional. Vicente pasó exitoso la prueba porque talento no le faltaba y porque la prima de su mamá, una activista sindical del partido oficialista, tenía influencia en el ministerio de Educación. Los estudios en el colegio secundario los terminó sin medalla de oro, pero, en cambio, los de piano fueron brillantes y sirvieron para consolidar el buen concepto de la familia y su posición social en el barrio de Floresta, donde siempre era el solista en los conciertos dominicales organizados por el Estado. El muchachito sabía tocar con sentimiento y seguridad técnica, según testimonio de los entendidos, que le vislumbraron un futuro a lo Friedrich Gulda. Con no pocos esfuerzos, los padres le habían comprado un piano nacional, fabricado en Santa Fe, ni de cola, ni de media cola, pero con taburete tapizado de terciopelo que le transmitía cierto aire de grandeza. Frente al piano era un monarca, pero en la calle un desahuciado. Su timidez le impedía hacer amigos y no se esforzaba por hacérselos. No le gustaba jugar al fútbol, ni ir al cine, lo que significaba un serio obstáculo para cultivar la relación con el entorno. Redondeaba las puntas de la soledad leyendo una enciclopedia de mitología griega para jóvenes que la profesora Melisa le había regalado y, a escondidas, novelas eróticas de Pitigrilli. Se masturbaba como todos los adolescentes y fumaba cigarrillos rubios, hasta que notó que le manchaban los dedos de amarillo, Por aquel entonces era muy cuidadoso de su imagen y casi no se perdonaba al juzgarse en el espejo. A los dieciséis años se enamoró de una compañera de la clase de Armonía y Contrapunto, pero ella prefirió el galanteo de un estudiante de guitarra. Su desesperación lo condujo a un intento de suicidio, que tuvo menores consecuencias. Catorce píldoras contra el dolor de cabeza, bebidas con poca agua, le produjeron no mucho más que un fuerte dolor de éstomago, vómitos y una semana en cama. El fin de la convalecencia coincidió con la recepción, de manos del maestro Bruno Bandini, de un diploma de profesor de piano y solfeo, con mención especial. En la foto de los graduados se lo ve blanco y pálido como la cartulina enrrollada que le había entregado el famoso director de orquesta. El incidente que sí iba a modificar su vida y su soñada carrera de manera concluyente fue el que protagonizó a los diez y nueve años, cuando cruzando distraído la calle Artigas, a unas cuadras de su casa, un camión lo atropelló y lo metió en silla de ruedas de por vida. Un concertista lisiado en Europa puede hacer carrera sin inconvenientes, pero en este país y en aquel tiempo mezquino, sólo podía despertar piedad, si no rechazo. ¿Acaso era imaginable que pudiera alguna vez aparecer en el escenario del teatro Colón, empujado por un asistente, en el mejor de los casos y por sus propios brazos, en el peor? Por el accidente, la situación financiera de la familia se complicó. Ni las jubilaciones del padre y de la madre alcanzaban para sostener lo que se denomina una vida decente. Enseñar en una escuela, ni pensarlo; los alumnos se impresionarían y un director buscaría alguna excusa respetuosa para no emplearlo. Vicente tuvo que conformarse a dar lecciones particulares a los chicos de los vecinos, que venían más que por amor a la música, a desquitarse con el teclado de la severidad paterna. Por la década del cincuenta, se consiguió alquilarle por un precio módico la sala de espectáculos del Consejo de Mujeres para que pudiera ofrecer una serie de recitales. Ayudarlo a vestir el smoking, introducirlo en el taxímetro, subirlo por las escaleras del teatro y acomodarlo en el escenario fue un suplicio que el padre y la madre soportaron resignados. A lo que no se acostumbraban era a pensar lo que iba a ocurrir el día en que a ellos se les iba a acabar las fuerzas o simplemente dejaran de respirar. El primer concierto resultó un éxito de público, dada la presencia en pleno del sindicato de obreros del vestido y de la sociedad popular de amigos de la música. La asistencia a los siguientes raleó en proyección geométrica. Tampoco la crítica colaboró mucho que digamos. En la sección de arte del vespertino Democracia se limitaron a alabar su excelente digitación y sensibilidad en la ejecución pulcra de los preludios de Chopin, dato que los asistentes al espectáculo hubieran podido cuestionar porque la velada fue enteramente dedicada a obras de Mozart. Los diarios prestigiosos y las revistas especializadas, lo ignoraron. Críticos como Jorge d´Urbano parecieron no enterarse del evento. Vicente sabía que tocaba bien, pero también sabía que le faltaban el carisma y los medios de promoción que acrecientan la celebridad. Su entusiasmo se fue apagando casi al mismo ritmo que el de los que habían constituido durante un tiempo su leal auditorio. La distancia entre sus recitales se hizo más larga y dolorosa. Sus padres se arrugaron prematuramente y se mudaron a una casita de planta baja por la zona de Caseros para disminuir los gastos y adelantarse a las penurias del futuro. A Vicente, lentamente, se le vino el mundo abajo. Tocaba de mañana la Patética de Beethoven y por la tarde la Fantasía en Re menor de Mozart, como si no se animara a otra cosa. La mayoría de las noches las pasaba despierto hasta la madrugada, observando por la ventana, los contados transeúntes y el árbol de la vereda, rescatados de la sombra por el alumbrado público.
Cuando sus padres murieron pasó a vivir a una pieza de pensión con
comida y limpieza incluidas. El recinto era pequeño, pero le permitieron
instalar el piano, con la condición de no hacer ruido en las horas de la
siesta y, por supuesto, no después de las nueve de la noche. También le
aconsejaron que tocara con sordina. Se ganaba el sustento a fuerza de desgranar
con un acordeón prestado, valses y tarantelas en las funciones organizadas
por el municipio en la pérgola de la plaza. El camino que debía recorrer
requería en cada esquina el auxilio caritativo de algún transeúnte que
le ayudara a cruzar la calle, bajándolo en la silla de ruedas de un cordón
y subiéndolo en el cordón de enfrente. En terreno plano él mismo se empujaba,
las manos sobre las ruedas.
A la pensión llegó la tía con la noticia. Vicente logró sonreír,
se daba cuenta de que le costaba hacerlo. Sintió la hinchazón de los carrillos
de la mejilla, los contrajo y tornó a ponerse serio. Se preguntó cómo viajaría
al pueblo, si el precio de una remise era inaccesible. No había ómnibus
directo y debía calcular un transbordo en la localidad de Bragado. La alternativa
más plausible era tomar el tren si es que se animaba a desplazarse con
muletas. La tía le explicó que el presidente de la Sociedad de Fomento,
a quien él recordaba solamente como despensero de Villa Merced, se encargaría
de transportarlo en su camioneta desde la estación ferroviaria. Él empezó
a sopesar las dificultades, ella trató de tranquilizarlo. Vicente transigió,
no sabía bien por qué. Se le ocurrió pensar que el concierto en su pueblo
podía ser una ceremonia de reivindicación, que le permitiría recuperar
las fuerzas como aquel héroe mitológico que buscaba el contacto con la
tierra para vencer en los combates.
El viaje no fue duro, la odisea se manifestó en el trabajo de llegar
con muletas al tren, subir, encontrar un asiento cerca de la salida. Bajar.
Mantener el equilibrio mientras don Gracián intentaba torpemente darle
una mano.
Lo invitaron a almorzar, pero él prefirió ir directamente a la sala
de espectáculos, con el pretexto de que tenía que ensayar. La tía lo proveyó
de un sandwich y una botella de agua mineral. Vicente no probaba vino ni
comidas pesadas en vísperas de un recital. Don Gracián se adelantó a explicarle,
para que no se desanimara al verlo, que la sala de conciertos era no más
que un tinglado y que las butacas estaban en mal estado. Describió al público
como quien tiene buena disposición para asistir a un recital de música
seria, aun sin estar capacitado para un programa que requiriría la disciplina
y la paciencia propia de los melómanos. Era de esperar que, en el caso
de Vicente, que era hijo de un venerado vecino, el público iba a comportarse
con circunspección. Vicente tranquilizó a don Gracián, recordándole que
se proponía ejecutar solamente sus dos piezas favoritas, como le había
detallado en la carta que le había enviado. Mientras hablaba, levantó la
tapa del piano con los ojos semicerrados, temiendo encontrar teclas aplastadas
o una cuerda suelta. Por suerte, la profesora Melisa que había muerto hacía
sólo unos meses, había legado el piano en óptimas condiciones. El único
que lo había vuelto a usar después del deceso, contó Gracián, fue un uruguayo
excéntrico que tuvo la insensata idea de tocar música de vanguardia y exasperó
a la audiencia con un estofado de sonidos chirriantes compuesto por un
tal Stravinsky, que el concertista mismo había adaptado para piano solo.
Don Gracián no se contuvo de decirle que a pocos minutos de comenzada la
impertinente ejecución, se escucharon los primeros estornudos y gruñidos
de desaprobación. Agregó además que algunos exaltados no se abstuvieron
de manifestar su disgusto con silbidos y retirada ostentosa. "Yo creo
que en su caso", dijo el anfitrión, "la cosa va a ser distinta,
porque Mozart es un clásico y Beethoven"...Vicente guardó silencio,
pero se preguntó internamente para qué lo habían invitado, para qué tanta
advertencia inútil. Decidíó finalmente poner cara de fastidio y tuvo éxito.
Don Gracián y la tía comprendieron que les estaba solicitando que se fueran,
que quizás necesitara gozar de un tiempo preliminar de concentración y
ejercicio. Con un honroso "hasta luego" se despidieron para que
ensayara a su gusto.
Pero Vicente no ensayó. Se preguntó nuevamente sobre las causas que
lo llevaron a aceptar la invitación, sin que ahora lo convenciera ninguna.
Subestimó la capacidad de la audiencia que dentro de un breve tiempo vendría
a ovacionarlo o a silbarlo.¿ Acaso el público de la campaña poseía criterio
para juzgar la música clásica? De pronto se reconocía compartiendo los
prejuicios de la gente de ciudad, que por serlo, se creía naturalmente
dotada para la sofisticación y la delicadeza. No, no era la invalidez lo
que le estaba minando la voluntad, sino el temor de haberse extraviado,
como si, contrariando sus expectativas, lo embargara ahora una sensación
de extrañeza precisamente al pisar un suelo conocido. Era una tontería
sentirse así, pero de las tonterías no era sencillo despegarse. Miró las
teclas, le pareció que se habían puesto a tocar por su cuenta, que la música
hacía alarde de ese carácter alado que a él irónicamente se le había negado
y que se esparcía ahora por la sala vacía, subiéndose a las butacas, ondulando
por el aire, ignorando al tullido intermediario, sentado sobre el taburete,inmóvil
como un pichón inexperto.
La sala se llenó. Los adultos y los hijos grandecitos vinieron a
homenajear con su presencia al único habitante del pueblo que se había
hecho famoso en Buenos Aires. Venían convenciéndose de que si una desgracia
física lo había marcado, eso no lo desmerecía, y convenciéndose de que
ellos debían sentirse orgullosos de constituir la modesta pero rerspetuosa
audiencia de antiguos vecinos y actuales admiradores. Un breve prólogo
del presidente introdujo al artista, que ya estaba sentado al piano antes
de que se abrieran al público las puertas del tinglado. Hizo un gesto con
la cabeza como de quien se prepara a atacar la composición, esperó a que
se calmaran las toses consabidas e inició la velada con la fantasía en
Re de Mozart : Re-fa-la-re, Fa-la, Re-la-fa Re-la-fa...Sintió como un calor
a la altura del pecho e inmediatamente un frío antártico, sin embargo las
manos se deslizaron con soltura por un teclado que simulaba subyugarse
sin protesta a las yemas de los dedos "Faa-mifa-sol-fa-mi-re-doo#-re-re#-mi".
La melodía sonaba muy triste y parecía brotar del cuerpo del concertista
y no del instrumento. El aplauso fue unánime y Vicente respondió inclinando
la cabeza y estirando los brazos hacia los costados para asirse del aire.
Por un instante le pareció ver en la sala la rueda gigantesca de un molino
de agua y montados en cada rayo, los espectadores jóvenes, que de ese modo
la hacían avanzar hacia él. Fue como una visión o una verdad que se desvaneció
enseguida. El público se preparaba para los primeros compases de la Patética,
pero Vicente estaba ahora en otra parte. No hizo ningún amago de empezar,
se quedó tieso, con los ojos fijos sobre la caja de resonancia del piano
de Melisa. La audiencia pasó de la comprensión al asombro y de allí a la
protesta. El silencio fue relevado por un murmullo vivace y en crescendo.
Don Gracián se acercó a preguntarle si se sentía mal, él le contestó que
no, pero que no podía seguir, que daba por finalizado el concierto. El
presidente que estaba curado de espanto de los desplantes y caprichos que
caracterizan a los artistas de la capital, recobró rápidamente su aplomo
e inventó una disculpa cuyo contenido Vicente ni siquiera oyó. El público
recibió las explicaciones de mala gana y se oyeron fuertes golpes de butacas
cerrándose. La sala se fue vaciando con la dificultad que tienen de hacerlo
las botellas de cuello demasiado fino. Los minutos que se tardó en desocupar
la sala parecieron durar decenios. Quedaron los tres, Vicente, la tía y
el despensero. Ella ofreció a su sobrino un vaso de agua. Él lo vació de
un solo trago, como si lo hubieran traído sediento desde el Sahara. Luego
no abrió la boca. Don Gracián comprendió que tenía que conducirlo a lo
estación cuanto antes, aun si el tren fuera a llegar recién dos horas más
tarde. Viajaron los tres en el asiento delantero de la camioneta. En el
andén vacío, lo ayudaron a acomodarse en un banco. El despensero se despidió
con un apretón flojo de la mano y una sonrisa de incontenible rabia. Vicente
habló sólo para pedir a la tía que se fuera también, que lo perdonara y
que se fuera, que él se bastaría para subir al tren con las muletas. Ella
se negó al principio, pero la mirada implorante del concertista la convenció
de que lo más atinado era acatar su voluntad.
Oscureció lentamente y con las primeras estrellas surgió en la lejanía
la figura borrosa de la locomotora. Ningún pasajero bajó, y nadie subió,
excepto él, ayudado a la fuerza por el guarda que no comprendía su insistencia
en que lo dejaran desplazarse solo, cuando era evidente que le costaba
hacerlo. En el vagón encontró solamente a un paisano somnoliento que llevaba
a su lado una jaula con un pájaro que también dormía. El tren paró en todas
las estaciones. Durante el viaje, Vicente apenas se movió, encorsetado
como estaba en el smoking que le daba la apariencia de un pingüino almidonado.
Llegaron a Buenos Aires a medianoche. Ahora el guarda hizo caso omiso de
su presencia, considerando que había cumplido con todas las reglas de la
cortesía, y además porque sabía que el tren se quedaría en el andén hasta
la mañana, de modo que el paralítico podía demorarse todo el tiempo que
quisiera para efectuar la operación de descenso.
Fue difícil. Se cuidaba de no tropezar, pensó que no soportaría la
humillación de caerse y luego tener que hacer las más grotescas contorsiones
para levantarse. Cuando se aplacaron los anuncios por los altoparlantes
y los pasos de los viajeros, un silencio confiado se fue apoderando del
espacio. Se oían ahora con nitidez los golpes secos de sus muletas sobre
el mosaico del gran vestíbulo, con un compás como dictado por un cronómetro
de madera. Toc, toc, toc, toc . El trayecto le pareció infinito. Toc, toc,
toc, toc. Pensó con sarcasmo que la tortuga más estólida le ganaría la
carrera. ¿Qué carrera? ¿Ésa cuyo final sería abrir la puerta de su cuarto,
echarse en la silla de ruedas y mirar por la ventana a los que pasan? Acaso
fuera preferible un accidente definitivo, se atrevió a pensar. Ya había
sacado conclusiones de por qué había interrumpido el recital, iniciado,
valga la ironía, con pie derecho. Lo que no sabía era por qué el andén
no terminaba nunca, por qué, de todos modos, seguía aferrándose a la vida,
apoyado en las muletas.
Al día siguiente, la dueña de la pensión golpeó con una mano repetidamente
la puerta de su cuarto, mientras sostenía con la otra la bandeja del desayuno.
No contestaron. Dejó la bandeja sobre una repisa y decidió entrar después
de decir en voz alta, sin recibir respuesta, "señor Vicente, señor
Vicente". Lo encontró sentado al piano, la cabeza sobre las teclas.
Adam Gai
Jerusalem, Israel.
Ha publicado relatos en diversas revistas digitales y en antologías en
papel: Grageas. Buenos Aires 2007, La Monstrua, Guadalajara, 2008
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