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"¿Dónde carajos te metes, estúpido?", esa era la señal:
David tenía que acudir de inmediato. Obedecía en silencio. Las fauces de
la vieja, que sólo sabía maldecir, articulaban improperios, órdenes y arbitrariedades.
Padre jamás conoció; de la madre, ¡mejor ni hablar! David quedó a cargo
de su abuela. Desaliñada y pestilente, descargaba su frustración sobre
la menuda anatomía del niño. La casa, casi desnuda de mobiliario, ostentaba
algunos cachivaches viejos que el muchacho limpiaba a diario según las
exigencias de la anciana. Entre aquellos trebejos, que pudieran sugerir
una opulencia otrora en auge, se encontraba, apoyada en el piso, una tira
de mantón delicadamente trabajada: escenas cotidianas; la vida rural de
un México porfiriano en dibujos bordados con hilo de oro, finísima seda,
crin de caballo y cabello humano en tonos diversos. Un trabajo suculento
que la vieja guardaba celosamente como último bastión de la alcurnia.
Ese día David acarreaba el agua para limpiar los pisos. La abuela
en un cuarto se daba a la tarea de "hacer arte" (por lo menos
eso le hizo creer su propia ingenuidad cuando tuvo la mala idea de tomar
un pincel) copiando fuentes con frutas de plástico. El estruendo la sobresaltó;
dejó la paleta y asomó a la estancia:
¡Pero imbécil…! ¿Qué hiciste…?
¡Me resbalé, abuela! Se dolía el niño.
¡Seca rápido, idiota! Rugió furiosa y asustada al mirar cómo el agua
sucia amenazaba el mantón bordado, ¡el gobelino en que tanto trabajó la
madre de su madre!
El incidente no paso a mayores, pero el tobillo de David se inflamó
haciéndole cojear mientras se escudaba de una sarta de manotazos.
¡Apúrate, animal!
Me duele el pie.
Te lo mereces por bruto. ¿Te dije mil veces que cuelgues el gobelino
y sales con tus chillidos de niña: "¡está pesado!" ¡Maricón…
habías de ponerte enaguas!
David calló; pero no pudo evitar derramar el llanto. Sabía que aquel
mantón representaba la joya más preciada para su abuela, que ella habría
preferido sacarle los ojos antes que perderlo o verlo maltrecho.
Como era habitual, la mujer salía por las tardes y no regresaba hasta
ya entrada la noche. David quedaba en casa encerrado bajo llave. No perdía
la esperanza y se esmeraba en ganar el reconocimiento de su abuela; quizá
cambiaría si él pudiera poner más empeño en las labores.
Fue así que la mujer, volviendo más ruinosa y ebria que de costumbre,
se encontró con el famoso gobelino montado en un muro de la estancia. Se
acerco trastabillando. Contemplaba complacida la tira de mantón que pendía
desnivelada en la pared. Gratamente sorprendida, la acarició con deleite;
con auténtica añoranza, hasta que reparó en los remaches: "¡Mira nada
más los clavos que puso este bruto…!" Subiéndose en una silla intentó
restaurar el daño y nivelar el cuadro. Pero los clavos, torcidos a fuerza
de golpes, no soportaron el ajetreo, y el pesado marco se desprendió del
muro golpeando el rostro de la vieja con una de sus aguzadas esquinas;
ésta rodó cayendo con un grito desde lo alto de la silla. Sin auxilio alguno
y sangrando copiosamente, la mujer sufrió una lenta agonía.
David dormía a profundidad satisfecho por el deber cumplido, aún
más allá de sus manecitas lastimadas por el martillo.
Raúl Fierros
Guadalajara, México.
sic_ituradastra@yahoo.com.mx
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