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Cástulo Aceves Orozco

Tetis


 Maneja el auto deportivo con la mano derecha, con el muñón en su antebrazo izquierdo presiona el claxon. Pisa el acelerador, la ciudad parece tranquila a esas horas de la noche. Los guardaespaldas le siguen en otro coche, alejados algunos metros. Acostumbrados a los arrebatos de su jefe hacen las maniobras necesarias para no quedarse atrás. Mientras conduce, una memoria recurrente vuelve a él, la misma que lo ha perseguido los últimos veinte años, desde el día que perdió el brazo en un ascensor.

 Despertó una mañana mucho antes del accidente que lo cercenó. Siguiendo la rutina, quiso tomar de la cómoda el control remoto para encender la televisión. No lo alcanzaba. Se extrañó porque recordaba haberlo dejado en el mismo lugar de siempre. Abrió los ojos y miró hacia el mueble. Vio la ausencia de su mano. Sentía la extremidad, el movimiento, la lejanía o cercanía que se intuye con la piel. Su mirada se desvió a su hombro, bajando hasta descubrir el brazo amoratado. No sentía esa parte del cuerpo. Le asustó esa inexistencia, la conciencia de mover y sentir una parte de si que en realidad no estaba. Poco a poco la sangre volvió a irrigar sus músculos. Un cosquilleo acompaño a ese paulatino recobro de su extremidad. Cuando comentó con sus padres lo que le sucedió, le dijeron que seguramente había dormido de lado, con todo el peso de su cuerpo sobre su brazo. También le dijeron que tuviera cuidado porque así podía perderlo. Desde entonces, piensa mientras maneja por una avenida poco transitada, no he vuelto a dormir de lado, aún cuando ya no existe brazo que perder. El razonamiento lo hace sonreír con ironía, la comicidad trágica con que se ve un suceso cuando esta a la distancia suficiente. Suelta el volante por un segundo y se rasca el muñón bajo la manga. Sigue despertando con la sensación que su brazo existe, solo para recobrar su ausencia conforme abre los ojos.

 Él es dueño de una empresa que hace certificaciones de seguridad. Apunto de salir de la universidad conoció a una chica que apenas cumplía los dieciocho. La conoció en un chat, a base de pláticas que iban volviéndose larguisimas, de confesiones y chistes de risa comprometida. Nunca se atrevió a pedirle fotografías. Llegó el momento de conocerse, así que decidieron ir a la plaza comercial más grande y cara de la ciudad. Acordaron verse frente a las taquillas del cine en el tercer piso. Él estuvo a tiempo. Esperó diez minutos con una sonrisa nerviosa en el rostro. Esperó otros quince, con un gesto algo molesto. Paso una hora. Todavía esperó una más antes de decidir irse.

 Caminó al ascensor. Un sujeto de traje, algo mayor, le vio con gesto de despreció. Atrás de él llegaron un par de señoras cargadas de bolsas. Se abrió la puerta del elevador. El hombre pasó con rapidez, al chico le pareció que era una grosería pasar así ante las mujeres. Se hizo a un lado y estiro su brazo izquierdo dando a entender que les daba el paso. Las señoras le sonrieron apenas. Una de ellas entró al cubo metálico. El adulto parecía molesto y repentinamente presionó un botón. El muchacho puso el brazo, esperando que las puertas se mantuvieran abiertas. Apenas se dio cuenta de que estas nunca retrocedieron. Su brazo quedó atrapado y el ascensor bajó de inmediato. Los cuerpos de seguridad atendieron a las señoras que, histéricas y bañadas en sangre, no dejaban de culpar al hombre. Este fue detenido momentáneamente. A pesar de haber sido llevado de emergencia al hospital más exclusivo de la ciudad, nada pudo hacerse para recuperar el miembro cercenado.

 Baja del auto ante la puerta del edificio. El chico del valet parking le abre con cortesía y estira la mano en espera de las llaves. Ten cuidado, le dice el empresario, este coche es, hace una pausa, especial. Entonces el joven se percata de la manga recortada, también del dibujo en el parabrisas que indica que su ocupante es un minusválido. Observa a los guardaespaldas bajando en el coche siguiente. Con gesto nervioso arranca y se aleja de la puerta. El hombre entra al lobby del condominio, da su nombre y el de la mujer a la que viene a ver. Los sujetos de traje que le siguen se ponen de acuerdo, uno se queda abajo y otro lo acompaña al ascensor. "Aparato certificado" se lee en la puerta. El empresario sonríe ligeramente.

 El accidente del ascensor fue comentado por numerosos noticieros y periódicos. Ese error de seguridad era imperdonable en una plaza comercial que se anunciaba como la más lujosa de la ciudad. El chico interpuso una demanda. Los administradores del lugar llegaron a un acuerdo que le significó una considerable cantidad de dinero. Además, el viejo que presionó el botón resulto ser un industrial de muy buen nivel económico, con suficiente cargo de conciencia como para darle un subsidió al chico, y con la insensibilidad requerida como para olvidarse del asunto.

 Entra a la suite de la mujer con la que estaba citado. Ella lo recibe en un vestido elegante, besándolo con cariño en una mejilla. Ya es un mes de que salimos, le recuerda al tiempo que le indica la sala. La plática sigue con la reiteración de que ella esta divorciada y él aun es soltero a sus cuarenta y cinco años. Después viene la cena, el postre, la plática que se vuelve intensa, los acercamientos no necesariamente sutiles. Ella se desnuda, lo atrae a su cuarto. Es el momento que el empresario suele temer, ese instante en que debe quitarse el saco, mostrando su muñón arrugado y lleno de cicatrices. Apaga la luz, pide él. Ella accede y en la oscuridad se besan.

 Parte del trato con la plaza comercial era ayudar a una campaña publicitaria que contrarrestará la oleada de publicaciones amarillistas en su contra. El chico aparecía en distintos carteles y comerciales de televisión afirmando que ahora se había vuelto un lugar seguro. En esa época fue que decidió crear, con el dinero recibido, una empresa dedicada a la revisión de los ascensores para certificarlos como "seguros". Pronto, todos los lugares de la ciudad con elevadores requirieron sus servicios. La compañía se expandió a otros ramos de la seguridad. Daría mi mano derecha porque usted este seguro, afirmaba en los spots publicitarios, la izquierda, pausa dramática, ya la di. Es frase se volvió icónica, llevándolo en unos cuantos años a ser un hombre rico y poderoso.

 Se levanta de la cama, se pone un calzoncillo y sale al balcón de la suite. Fuma un cigarro. Ve el mar de luces bajo sus pies. Piensa en la mujer con la que acaba de estar. Una más en la lista que le ha tomado veinte años en hacer. Pagarle a detectives, hackers y demás investigadores para saber el paradero de la muchacha que lo había dejado plantado. No podemos estar seguros, le dicen en sus reportes, en esa época cualquiera podía escoger su nombre en una página de conversación. Esta es buena candidata, le indicó la ultima vez que hablaron. Cumple los requisitos de la edad, según la investigación vivía en esta misma ciudad y coinciden muchos otros datos. En el documento venia el nombre de la mujer, un breve rastreo de su vida y el hecho de que esta divorciada. No dudó en provocar un encuentro fortuito, algo que pareciera accidental. El plan resultó. La mujer inició una platica con el empresario en un elevador que "casualmente" dejo de funcionar. No se preocupe, le dijo el hombre sin brazo, este ascensor esta certificado. Ella lo reconoció de los comerciales e inició la conversación.

 La mujer se levanta desnuda, con una expresión traviesa sale al balcón conciente de que algún vecino podría verla. El hombre la mira con frialdad. Ella lo abraza y ligeramente roza las cicatrices ahora expuestas del antebrazo. Un inconciente gesto de asco se dibuja en su rostro por segundos. La misma cara, piensa el empresario, que ha visto en las prostitutas y amantes que ha tenido. Mujeres a las cuales ha golpeado o lastimado hasta el cansancio. Suelta un revés con su mano derecha que da de lleno en la chica. La toma del cuello. La arroja contra el barandal. Agachándose apenas la toma de un tobillo, la levanta de forma que la mujer pasa al otro lado. Ella queda colgada en el vació. Él se acerca, ella suplica. El empresario le tiende el brazo izquierdo. Ella solo ve el muñón, las cicatrices. Él sonríe. La mujer cae.

 El empresario se viste. Esta en calma. Marca un teléfono en su celular, luego otro y otro más. Baja por el elevador certificado. Las miradas de los empleados del hotel reunidos a su orden le indican que no habrá problemas. Todos están de acuerdo en que él dejo el lugar por lo menos media hora antes. Ya existe una coartada. Un sujeto experto en falsificaciones creará la carta de suicidio. Afuera del lugar empiezan a reunirse las ambulancias y los curiosos.

 Mientras maneja su auto deportivo recibe una llamada en el celular. El investigador le da un nombre. Una mujer más que cumple con los requisitos, que solía entrar al mismo chat que él. Mándeme los datos a mi oficina, ordena el empresario. Piensa en que no dejará una sola probabilidad aunque le tome otros veinte años. La ciudad pasa a través de los cristales, moviéndose a gran velocidad, recordándole una memoria recurrente. Sus guardaespaldas le siguen metros atrás, acostumbrados a los arrebatos de su jefe.



Cástulo Aceves Orozco
Guadalajara, México. 1980.
Ingeniero en Sistemas Computacionales. Tiene publicado el libro "Puro Artificio" (Editorial Humo, 2004). Ha participado en diversos talleres de creación literaria desde 1998 y en el encuentro de Talleres "Altaller" (Guanajuato, 2003). Ha publicado en varios medios escritos y electrónicos, en las antologías "Figuración de instantes", "Mar nuestro de cada día" y "Tramas y Líneas. Muestra de narrativa de Guadalajara". Mención honorífica en el 1er Concurso de Cuento Corto del ITESO. Ganador del concurso estatal "Adalberto Navarro Sánchez" 2004, en la categoría de narrativa.