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Óscar Álvarez

Vuelo de alas rotas


 
Je est un autre. Si le cuivre s'éveille clairon, il n'y a rien de sa faute.
A. Rimbaud


 No hay nada como ver a ella, por supuesto. Pero el otro momento del día que más disfruto es cuando me harto de los paseos y entro en mi pieza a escuchar la vitrola. Una Polidor, fabricada allá por los fines de la década del 20, en aquella Alemania donde todavía vibraban los años locos mientras Hitler ya iba preparando los suyos. Quién sabe si alguna vez sonó en Berlín, probablemente la embarcaron directo hacia América, una valija más del equipaje de cualquier emigrante, o como mercancía apilada junto a idénticas compañeras. Para mí es especial e irrepetible. Yo la descubrí en un mercadillo bajo la sombra de la catedral de Montevideo. El vendedor alababa su buen estado mientras debió calcular un precio a tono con mi cara de ignorante. Su única propietaria, dijo, fue una anciana que se la había vendido recién. Observé maravillado el girar de la manivela, la colocación de la púa, la calidad del sonido levemente gangoso, preguntándome por qué. Por qué después de una vida de compañía, los bailes de juventud, los atardeceres en un salón encantado con las viejas músicas y las memorias sin cuento. ¿Habría tenido urgencia de dinero? ¿O la separación no fue dolorosa como mi romanticismo me sugería, sólo un trasto lleno de polvo y arrinconado, útil al cabo de tanto tiempo por unos pesos? Soy un poco raro, lo sé. Para mí los objetos se cargan de los sentimientos que inspiran hasta casi empezar a sentirlos de puro almacenarlos. Y quise rescatarla de su abandono. Lo cierto es que nunca supe que necesitaba una vitrola hasta tenerla enfrente. Así es el amor, a primera vista. O no es.

 Guardo apenas una docena de discos de pasta. Escaso repertorio, pero no me cansa escuchar las canciones de esas épocas, Summertime, de Billie Holiday o Chloé de Ellington. Especialmente los Demonios da Garoa con su Iracema, pues siento debilidad por los amores funestos. Ahí estoy yo y ahí está ella, es otra forma de verla, como las citas en el centro de jardín. Ahora me la imagino asomada a la ventana, ajena, en la habitación de su ala, a lo mejor le llega la música, aunque no me hago ilusiones, ni siquiera intuirá que suena en su honor. Sólo me consuela el retrato junto a la mesita y lo miro y la miro y escucho la música. No habrá magia, no vendrá hasta aquí. Infalible, en cambio, el amontonamiento de cabezas ante el quicio de mi puerta cada atardecer cuando le doy manija a la vitrola. Pobres, saben de ternura a su manera, a pesar de tantas reacciones impertinentes. Su presencia resulta un fastidio, cómo negarlo. Arruinan mis fantasías pero los dejo estar. Ya me habitué a la paradoja; aquí estamos todos solos y la soledad no existe.


 Las noches insomnes me dan un algo de claridad y miro dentro de mí. Por desgracia el silencio se llena de agujeros. Hay vorágine de gritos, llantos o risas, ululares fúnebres y las previsibles carreras de los celadores fustigando los pasillos. No puedo quejarme, yo lo elegí, soy el único que libremente eligió esto. Aunque vaya uno a saber. No lo digo por ellos, lo digo por mí. O viceversa, de un tiempo a esta parte la confusión gana terreno. La primera vez… la primera vez fue siniestra: un portón metálico descorrió sus cerrojos para darme paso. El portón se condenó a mi espalda y la vuelta de los cerrojos sonó como a lamento, "abandonad toda esperanza....". Por delante un pasillo y otro portón con mirilla y más cerrojos. Entré con la bata blanca, estudiante de enfermería y, por tanto, con boleto de salida. No hubiera elegido para las prácticas yo el pabellón de enfermos psiquiátricos, desde luego y de haber podido elegir. Aquellos días se me hicieron duros hasta el límite del sufrimiento. Traspasas la segunda puerta y te caen esas caras tan de golpe, caras perdidas, ojos que se posan en ti y ven otra cosa, gestos que expresan lo que jamás debería expresarse. El mundo de los locos. Y no es fácil sobrellevarlo si eres un poco sensible. Cómete tus sentimientos, aquí no ayudan, me aconsejaron los veteranos.

 En algún momento, debió ser una tarde a mediados del primer mes, la vi. Me pareció un ensueño al vértice de la pesadilla. En realidad yo la había visto toda la vida, antes de nacer incluso, pero no sospeché que existiera. Paseaba lenta, los labios ensayando una sonrisa, el pelo claro en trenzas, la palma derecha abierta, apoyada junto al vientre, simulaba una canasta de la que la otra mano recogía algo y lo dejaba caer dulcemente, como alfombrando las baldosas con flores invisibles. Se me ocurrió eso porque tenía el aspecto justo de una alegoría de la Primavera. Pasó frente a mi, boquiabierto a un metro escaso del ideal imposible, y creí que avanzaría sin verme pero me ofreció ¿una flor? y amplió su sonrisa antes de perderse en el cruce de pasillos. Mis pies habían echado raíces. No pude seguirla.

 ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo dar crédito a un loco? De un modo u otro lo soy, debo hacerme a la idea. No por tanto tiempo interno ya, o por el historial médico que lo certifica, sino por mi decisión. Me arrepiento a ratos. No, no me arrepiento, no quise decir eso. No quise decir eso. Si esta vida es un martirio peor hubiera sido estar afuera después de verla. Digamos, ¿me creerán?, que hay mujeres, simples mujeres, y hay ciertas mujeres cuya hermosura conmueve. Pero hay una sola mujer para un solo hombre (y no siempre), quien la buscará sin éxito hasta claudicar ante otra que se le cruzó en el camino, cuando el valor, las fuerzas o la esperanza se le gastaron. Es el gran espejismo del amor. Por eso me siento afortunado. Yo la encontré y la reconocí en el acto, estaba escrito en mi sangre y en mi piel. Yo la encontré y sólo fue un poco triste hallarla dentro de un manicomio.


 Esta mañana plomiza le quita a cualquiera las fuerzas de salir de la cama. Paciencia, inevitable el rito del desayuno, ir al comedor cuando toca la campana, sin ganas, porque estará todo el carnaval de desvaríos, las escenas delirantes de siempre, pero no estará ella. Ella regalando sus orquídeas sobre el café y los tristes tostados en la mañana anodina y fría cuya extensión son las paredes del hospital, regalando cariño a sus compañeros del pabellón de al lado, otra colección de idiotas incapaces de apreciar la suerte de tener un ángel entre ellos. ¡Cuánto daría yo por que me trasladaran allí! ¡Cuánto lo he rogado! Y al doctor le parece una gracia, se ahoga en carcajadas jura que no hay tal pabellón. El recurso cómodo: tratarnos invariablemente como locos, da igual si tenemos razón.

 Luciano se pone la taza sobre la cabeza y muge y el café nos salpica, mientras Fabio cumple la obligación matutina de regar la planta de plástico con su orín y Bertita canta ópera a voz en cuello. La pobre no tiene oído ni para el arroz pero Simón le aplaude entusiasta. Los celadores acechan desde las esquinas. No harán nada si seguimos desayunando como de costumbre. Yo no puedo con la forma de comer de Mariana, me dan arcadas y me viene de nuevo esta tos que no se va sino se vuelve más fuerte y me parte por dentro. Al acabar el celador gordo se acerca con la silla de ruedas, yo me enojo, él insiste en tratarme como si fuera una abuelita, igual que el resto, tarados o no. Bien soy capaz de andar sólo aunque no voy a discutir, me dejo hacer, cuanto menos hable mejor, qué se puede esperar de nadie si los mismos encargados de cuidarnos disfrutan con estas bromas crueles.


 Espero a ver si calienta un poco el sol y nos dan permiso hoy para salir al patio. O me dan permiso a mí, pues últimamente con la excusa de la salud pretenden dejarme dentro. Yo me pongo ropa hasta sudar y entonces sí porfío a gritos. La única motivación de esta mezquina existencia es contemplar a ella, quietita en el centro del jardín, como una diosa que se sabe adorada y me sonríe coqueta. Entretanto a ver la televisión que no les emboba a todos, esos berrinches, santa paciencia. ¿Por qué no aplican sedantes más a menudo? A los doctores les entretiene el espectáculo, no hay duda. Yo a veces hablo con Ariel, le gusta tanto oír cómo supe fingir, cómo engañé a las batas blancas y conseguí quedarme en el pabellón por amor. Le hablo de su belleza, de nuestra pasión secreta, de sacrificios acres y recompensas sutiles. O le cuento del mundo de afuera, de cada cosa que vi cuando era estudiante y viajaba. No sé si me entienda, eso sí, escucha atento lo mismo. Solo que hoy no abro la boca. Me siento muy deprimido, me prohibieron de vuelta pasear por el jardín. Al menos aún me quedan mi vitrola e Iracema.


- Ni pensarlo. No puedo permitirle ir al patio, un mal aire y sus pulmones colapsan. Su estado es crítico, compréndalo.

 El mismísimo director se digna a visitarme después de tres días sin probar bocado para escándalo general del pabellón. Sus argumentos no me van a convencer, estoy seguro de que lo sabe. Como yo sé que acabará cediendo. Tiene que ceder.

- Coma un poco, por favor. Deje esa terquedad y coma. Está muy débil. ¡Por el amor de Dios!

 Yo sólo tengo un amor y por él lucho. ¿Qué me importa el resto? No se lo voy a explicar, no rompo mi silencio, me hace más fuerte.

- ¿Quiere obligarme a administrarle suero…?

 Con las muñecas atadas a la cama, muy bien, y bueno, el suero no será suficiente para mantenerme vivo por mucho. Así que espero se de cuenta de que no tiene otra alternativa que pactar. El director pasea por la pieza y rezonga, ganando tiempo, haciendo cálculos. Días más, días menos se dirá, busca la fórmula ideal para tranquilizar su conciencia, su juramento hipocrático, claro, claro, se sube las gafas a la cabeza pelada, se frota los ojos, respira como oliendo la muerte y el camino por donde avanza. A mí el pecho me tiembla, sube el picor a la garganta y la tos está por desbocarse como un caballo en la tormenta. También soy más fuerte y me la aguantaré hasta que se marche, no vaya a venir con más flemas de sangre y entonces no, entonces seguro no.

 Ariel se acerca a la cama extendiéndome con sus bracitos cortos el tazón de su propia sopa, pobrecillo, por los ojos se escapa la preocupación, como si intuyera la gravedad del asunto. ¿Qué le rondará por la cabeza? Nunca lo sabré, azaroso caminar por tales laberintos. Me mira muy fijo, como un gatito, suplicando, casi del mismo modo que cuando pide por infinita vez que gire la manija y ponga otro disco en la vitrola. Me emociona, lo confieso. Y me duele tanto por él negarme a esa cuchara junto a mi boca.

- Está bien, usted gana -gruñe el director- sólo le pido que se abrigue lo suficiente y nunca más de media hora de recreo.

 Sale por la puerta con alborotos de bata y estetoscopio, no sin antes desprenderse de la culpa en un fruncir de semblante y un puño que se agita:

- ¡Usted lo ha querido!


 Invierno y cielo gris, césped moribundo y un circo de árboles desnudos justo al centro del patio. Es aún nuestro Jardín de las Hespérides, no importa el abandono amargo. En la rotonda los adoquines frenan con sus cantos las ruedas y Ariel resopla esforzándose por empujar.

- Gracias, compadrito, aquí estoy bien, puedes dejarme.

 Intenta acercar la silla más a la fuente, sin embargo tiene la batalla perdida. Le hago señas, todo bien Ariel, aquí nomás, ve a pasear con Mariana o Simón, yo me quedo con ella, como siempre. Da unos pasos atrás, no quiere irse y permanece a mis espaldas, estatua silenciosa, lo mismo que ella, congelada en su gesto predilecto y mirándome, mirándome con cariño. Le tiendo entero mi ser en ese puente de flores imaginarias, de nenúfares, gardenias y azahares, de cuerpos que no se tocan y almas fundiéndose y me dejo llevar por nuestro modo de sentirnos. También pienso con rabia en la traición del destino, este encuentro entre cuatro muros y un mundo enfermo. ¡Qué felices habríamos sido juntos afuera, libres de puertas y cerrojos y horarios y muros!

 Es tan hermosa… y tan injusto que no hubiera tenido a nadie para admirarla, para amarla, a ella solita, marchitándose en esta prisión de los sueños, donde todo es ajeno y nadie ve. Siquiera estoy yo, princesa mía, ven, escapa de tu inmovilidad, acércate que no puedo yo, regálame tus flores, no te asustes de la tos que me quiebra, súbete conmigo a esas golondrinas danzando en la brisa y volemos lejos, aún nos queda la vida, mi vida…



- ¿Cómo era? La traté poco.

- Mmmmm, no daba mucho la lata, de a ratos no podía con su genio, pero siguiéndole la corriente ni la sentías, tira de la otra esquina de la sábana, se trabó, así, del tipo autista ya sabes. Ariel, vete al salón, no estorbes, se ha ido, no está más. Vete, pídele a Pedro un caramelo de menta. Vete, uff.

- ¿Y este retrato?

- Ella de joven. Sí, sí, una mujer realmente linda. Aunque se pasó interna casi desde la adolescencia, yo la conocí mayor. Llévate también la almohada. Ya ni recibía visitas de los parientes y eso y la edad le agudizaron las manías. La pasaba obsesionada por bajar al patio y estar frente a la virgen hablándole las horas, una santa beata. Y bueno, nos toca soportar aquí cosas peores ¿verdad? Oye, ¿hay fiesta o no en casa de Silvana? Mira que el viernes libro.

- Confirmadísimo. Otra buena noticia: vienen Mara y su amiga. Listo, ya acabamos ¿Éstas eran todas sus pertenencias?

- A ver, la ropa, la margarita de papel, la foto, los discos rallados y la vitrola. Sí, es todo cuanto tenía la vieja.

-¿Qué hago con ello?

-¿Y qué vas a hacer? Tíralo a la basura.



Óscar Álvarez