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Que el suelo se agrietara un poco y se moviera, como si alguien lo
estirara, no tenía nada de particular: Granada, lo había leído en la Biblioteca,
era una zona sísmica por encontrarse entre la placa africana y la euroasiática.
También estaba leyendo aquella tarde en el parque, cada vez con más trabajo
pues oscurecía, cuando notó, sin prestarle atención al principio, que el
banco de piedra donde estaba sentado se había movido. Acababa de mirar
el balancín y el juego vertiginoso de los niños en los columpios debía
haberle trastornado.
La costumbre de leer en los parques le hacía ver a veces cosas raras:
un lobo, un dirigible, un saxofonista, espectáculos vedados a quienes tienen
una coartada suficiente. La suya, esperar a Inés o llevar a Carlos a los
columpios, no debía serlo cuando le pasaban estas cosas.
Que el suelo se moviera un poco, por ejemplo, era explicable: primero,
por un pequeño terremoto; segundo, porque el mundo le mostraba a él cosas
que ocultaba a los que no andaban por ahí leyendo en los parques. Incluso
lo del banco podía explicarse, por el contraste entre la página y el ajetreo
de los columpios. Pero ¡amigo!, que las dos manzanas de casas que tenía
enfrente hubieran empezado a separarse una de otra poco a poco, disimuladamente,
era otra cosa.
La única explicación que se le ocurría era que estuviese volviéndose
loco. Pero no podía ser, porque entonces le hubiera parecido natural. El
mundo estaba empezando a desquiciarse y lo había elegido a él como testigo.
El Apocalipsis no necesitaba de jinetes ni de ángeles con trompetas.
Petrone pensó con secreto regocijo que esta vez sí, tarde o temprano
(más temprano que tarde a juzgar por el cariz que estaba tomando aquello),
todos se darían cuenta, y tendrían que admitirlo, e Inés no podría reírse
de él como de costumbre. De momento resistían en su mundo como si todo
fuese normal, pero ya les quedaba poco, poquísimo.
Los primeros en darse cuenta serían naturalmente los niños. Los adultos
lo tomarían a broma, como cosas de chicos, y seguirían con su cháchara
al borde del abismo. Entonces caería un cascote, o un árbol partido en
dos no por un rayo sino porque sí, se desprendería a su lado, y les obligaría
a mirar.
Petrone abrió el libro y simuló leer mientras espiaba con el rabillo
del ojo. Una nube acababa de partirse en dos mitades exactamente iguales
justo en el centro del cielo, encima de él. En una de las manzanas de la
casa que había iniciado la secesión había un hombre fumando. Una mujer
acariciaba la cabeza de un pastor alemán, y Carlos se tiraba de cabeza
por el tobogán como siempre. La grieta abierta en mitad del parque se extendía
entretanto rectilínea, decidida, hacia los edificios de la calzada del
otro lado de la calle.
Se le ocurrió entonces la idea absurda, pero perfectamente lógica
en tales circunstancias, de que el mundo se estaba partiendo en dos mitades
idénticas.
¿Por qué? No recordaba haber leído nunca nada al respecto. Lo asombroso
no era en sí la fractura sino el que las mitades fueran exactamente iguales.
De pronto le llegaron voces de una disputa.
A unos cuatro o cinco metros de él, en otro banco, había una pareja
riñendo. Ella acababa de levantarse y él trataba de retenerla, no con las
manos sino con una mirada angustiosa, suplicante. Los parques estaban llenos
siempre de parejas que reñían o se besaban, o primero hacían una cosa y
luego la otra, en los vaivenes naturales del amor. Petrone, contra su costumbre,
partidario firme de la discreción y de lo inverosímil, prestó atención
y procuró atrapar alguna palabra. Sin embargo sólo le llegaba el ruido
de la disputa.
Ella parecía algo bebida, o tal vez fuese el efecto de las lágrimas
en la voz. Sacudía las manos y señalaba algo que podía ser cualquier cosa.
En cuanto a él, simulaba una calma de la que estaba muy lejos, fumaba y
aplastaba los cigarrillos a la mitad. Al fin consiguió que su novia se
sentara y encendiera también un cigarrillo, y Petrone pudo captar algo
de lo que hablaban.
Al parecer, ella estaba harta de esperar en su casa a que él la telefoneara
y había decidido abandonarle (sin duda no era la primera vez). Con todo,
lejos de irse parecía a punto de abrazarlo. El muchacho por su parte, se
defendía con garra, y procuraba sonreír, sin duda para ganar tiempo, pues
la calma jugaba a su favor. Petrone escuchaba todo esto tan absorto, el
libro pegado a los ojos pues oscurecía rápidamente, que no se daba cuenta
de que las casas de enfrente habían empezado a acercarse de nuevo la una
a la otra sin que el hombre que seguía fumando en la ventana se percatara.
Todo amenazaba con volver a su aparente normalidad: las dos mitades de
la nube eran ahora una sola forma oscura muy alta, ya casi morada y deshecha
por los bordes; la grieta había retrocedido culebreando, remolona, hasta
sus pies; e incluso el banco empezaba a recomponerse. Al fin, los signos
eran tan abrumadores que Petrone acabó por descubrirlos.
Para colmo, vio al saxofonista de barba desgreñada, y poco después
apareció Inés a lo lejos haciéndole señales con la mano y llamándole, ¡Petro!
como si él pudiera oírla a esa distancia, y como si no hubiera pasado nada.
Sólo falta el dirigible, pensó, lanzando una mirada rencorosa a la pareja
que ahora se besuqueaba justo al otro lado del paseo. El parque se sumía
en el crepúsculo habitual salpicado intermitentemente, a un lado y a otro,
por los destellos borrosos de los coches.
Entre los carritos y los padres cundió el movimiento, el rumor que
precede a la despedida. Ya era casi de noche. Petrone se consoló mirando
las ventanas amarillas de las casas que, a punto de separarse instantes
atrás, parecían invitarle ahora a participar de la reconciliación universal.
Entonces la chica apartó bruscamente a su novio y se levantó. Esta
vez el chico siguió su ejemplo y se levantó también. Gritándose algo, empezaron
a alejarse el uno del otro. De vez en cuando se detenían y se acercaban
unos pasos para gritarse mejor, y volvían a alejarse sin preocuparse lo
más mínimo de la gente. Petrone contenía la respiración, el libro se le
había caído al suelo y ya no trataba de disimular.
Inés había caído del lado de la chica y él del lado del chico. En
cuanto a Carlos, corrió hacia su madre en el último momento. Un coche se
precipitó al foso que ahora separaba las dos manzanas. El hombre que fumaba
había desaparecido de la ventana.
Ahora me tomarán en serio por fin, se dijo Petrone.
Carlos Almira Picazo
Castellón de la Plana, España. 1965.
Doctor en Historia por la Universidad de Granada. Autor de una novela en
papel: Jesuá, ed. Entrelíneas, Madrid, 2005; de un ensayo en papel: ¡Viva
España! El nacionalismo fundacional del régimen de Franco (1939-43), Editorial
Comares, Granada, 1997; de una novela en formato digital: Todo es Noche,
Prometeus mdq, abril 2007; y de un centenar de cuentos y ensayos, publicados
en revistas como Adamar, Axxon, Ed. Badosa, Destiempos, El Coloquio de
los Perros, Cañasanta, Diezdedos, Remolinos, Magazine Siglo XXI, El Fantasma
de la Glorieta, Revestidos, Tiempos Futuros, Quaderns Digitals, Literae
Internacional,Ariadna, Las Voces de la Cometa, etcétera.
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