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Las piedras crecen furtivamente al ritmo de este silencio
decantado e incrédulo que el viento arrancó de la mar,
cuando la ciudad se acicala deliciosa
con las dificultades de un dinosaurio en un camerino,
cuando perros mugrosos y ciegos
por fin se deciden a desgastar las murallas
con su pelambrera.
Las piedras crecen erigiéndose en columnas imperfectas
esculpidas a medias por la irrupción del rayo solar,
piedras que crecen como bostezo en arcos,
carcomidos por gaviotas iracundas
que vuelan graznando cuando presienten el día,
piedras oscurísimas que se entierran como espinas
asustadas por el vaivén de la policía.
Cuando el agua del rocío baña el humo y las palabras
que motos insolentes olvidaron
en el suave lomo de la calzada,
entonces los edificios del siglo pasado
susurran, se organizan y apretujan a una vieja iglesia renacentista,
y piedras convictas huyen
a todos los rincones del planeta
dejando tras de sí un millar de pistas
y otro de peces negros.
En la noche del lunes, la más noche de todas,
las fachadas crecen como alegres máscaras
para despistar al autor de tamaña fechoría,
y casas siempre despiertas trepan los muros
y se tienden en la azotea del mismísimo teatro,
a aspirar la noche con ventanas que parpadean
incansables y alborotadas
como estrellas de verano.
Diego Godé
Barcelona, España.
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