|
|
Aproveché el puente para arreglar la casa y el jardín.
Éste siempre fue mi orgullo: aunque no soy jardinero ni me considero un
especialista, he llegado a conocer cada planta como si pudiera hablarme.
Victoria y Emilio me ayudaban al principio, cuando compramos la casa. Pero
poco a poco ha ido recayendo en mi exclusiva responsabilidad.
No pertenezco a la clase de hombres que se refugian en
una afición, soy feliz y, en general, estoy satisfecho con mi vida. No
puedo imaginarme otra vida alternativa, que hubiera sido posible de sucederse
otros acontecimientos o haber actuado yo de otra manera: muchos hombres,
algunos conocidos míos, al frisar la cuarentena se entregan a estos ensueños
vanos: ¿qué hubiera pasado conmigo de no haberme casado, de no haber tenido
hijos, de haberme dedicado al arte o a ver mundo, por ejemplo, de haber
tenido una amante? Es muy humano estar insatisfecho con uno mismo, pero
también lo es, creo yo, conformarse con lo que el Destino le ha deparado
a uno, más cuando como en mi caso, este ha sido generoso, y espléndido.
Por eso la experiencia que me propongo relatar ahora
me resulta tanto más extraña. Tal vez, sin percatarme, yo también he anidado
una recóndita y amarga insatisfacción. Tal vez, y es lo más probable, se
trate sólo de uno de esos episodios absurdos, que parecen distribuirse
al azar, sin ton ni son, a lo largo de la vida. Sea como fuere, tengo que
reconocer que, aunque al principio yo mismo me reí de ello, luego no he
podido sustraerme a su influjo, y ha llegado a convertirse casi en una
obsesión. Ha sido mi perdición. Intento en vano convencerme de que sólo
ha sido un sueño más, una pesadilla, producto del calor, de una comida
demasiado pesada, del trabajo excesivo, qué se yo, seguido de una desafortunada
serie de casualidades. Nunca he sido supersticioso y, creo que tampoco
cobarde. Sea como fuere, no he podido quitármelo de la cabeza en todo este
tiempo; puede que no haya pasado ni un solo minuto desde entonces sin que,
de una forma u otra, haya vuelto a representárseme con la misma fuerza
y nitidez con la que lo viví aquella mañana, primero dormido y luego (ahora
puedo decirlo sin ambages) perfectamente despierto, hasta destruirme.
Sólo diré, por último, que lo he intentado todo. Nunca
he sobreestimado mis fuerzas: cuando vi que la experiencia me sobrepasaba,
se la conté a Victoria tratando desesperadamente de trivializarla. Fue
en vano. Ella, naturalmente, se daba cuenta enseguida de la angustia que
traslucían mis bromas, y me abrazaba. También Emilio procuraba echarlo
a broma, al principio, me rodeaban de cariño. Aún me parece sorprender
sus pasos amortiguados, sus conversaciones en voz baja: según ellos, yo
estoy muy enfermo, prácticamente loco; se arrastran silenciosos por la
casa; procuran no dejarme solo ni un minuto, y no agobiarme con su presencia;
por último, me han convencido de que me ponga en manos de un psiquiatra;
y yo, que en veinte años no he faltado una sola semana al trabajo, he tenido
que darme de baja indefinidamente; paseo solo por el jardín abandonado
a la maleza; como sin mirar la cuchara ni el vaso; no conduzco, no por
miedo a estrellarme sino por pura desidia; hace semanas que no salgo del
chalé; y en una cosa al menos, tienen razón: quiero morirme, y me mataría
si fuera capaz de ello en este preciso momento.
Como tantos hombres desesperados, considero único y especial
mi caso, y me siento un elegido en la desgracia, tocado funestamente por
el Destino, como una especie de héroe de Tragedia. Aceptado esto, ya no
pongo en duda que mi visión se cumplirá en parte, tarde o temprano, sin
que yo pueda hacer nada para evitarlos. Mi psiquiatra confía ingenuamente
en el poder terapéutico, liberador, de este relato que él mismo me ha exigido:
y en esto tiene razón, aunque en un sentido que quizá no sospecha.
Mi caso puede resumirse en fin, en una frase: he sido
trasladado en un sueño al último día de mi vida.
¡Un sueño! En realidad desperté en ese sueño: hacía una
mañana de calor y yo había sido generoso con el vino, y paseaba por el
jardín, que entonces aún estaba impecable. En un momento determinado, sentí
un sopor. Otras veces me ha pasado. Y me tumbé bajo un árbol: al instante
me quedé dormido.
Hasta aquí, todo normal. Pero entonces ocurrió algo que
nunca me había pasado antes: me desperté. Es decir, me desperté dentro
de mi sueño, antes de abrir los ojos. Y lo que vi y experimenté fue esto:
Yo estaba tumbado sobre algo duro y frío, sumamente incómodo;
en vez de lucir el sol entre los árboles, se apagaba en medio de un extraño
griterío; en lugar del calor agradable de una mañana de verano, reinaba
el helor de una tarde de invierno, que rápidamente se oscurecía.
Al cabo de un rato, ¿un minuto, dos?, reconocí la Plaza
de la Trinidad, muy cambiada, como si hubiera pasado por ella un terremoto,
o una tormenta de polvo y de ceniza la hubiese recubierto. Los árboles
desmañados se elevaban descoloridos, tapando el cielo sin estrellas; de
ahí procedía el griterío de los pájaros; la fuente no manaba, mutilada
salvajemente; la gente se apresuraba hacia Mesones y Puentezuelas, entre
el parpadeo moroso de los escaparates.
Yo estaba tumbado en uno de los bancos de piedra con
respaldo de hierro que rodean la plaza. Junto a mí había alguien que no
podía ver. Los coches, que hace años no transitan por allí, habían vuelto
de nuevo a apoderarse de aquellas calles y avanzaban, atascados en torno
a la plaza, en todas direcciones, como en mi niñez.
Me incorporé. Al igual que los coches, en su mayoría
modelos antiguos y destartalados que hacían un ruido estrepitoso, mi cuerpo
había envejecido súbitamente, escuálido e inútil. Me dolían todas las articulaciones.
La nausea de la borrachera me subía de la boca del estómago. Los ojos se
me habían enturbiado incrustándome en un círculo borroso y vacilante de
formas y colores.
El borracho que dormía junto a mí en postura fetal, resoplaba
apaciblemente, sonriendo como si soñara con un jardín soleado. Ni que decir
tiene que no lo había visto en mi vida.
Uno de mis pies tropezó con algo. El frío penetraba en
todo mi cuerpo envuelto en andrajos. Los zapatos, extraordinariamente grandes
y deformados, me habían hecho rozaduras en los pies helados, y las heridas
infestadas hedían.
Enroscado bajo el banco, como muerto, había un perro.
Al sentir que me incorporaba irguió pesadamente la cabeza y me miró.
“Sólo es un sueño”, me dije, “echemos un vistazo”.
Logré arrastrarme ebrio, hasta una de las manzanas: casi
todos los comercios y bares estaban cerrados, es decir, tenían las persianas
bajadas, como si no hubieran abierto en años. De las ventanas y los balcones,
rotos, mal tapados, brotaba el humo y las voces. Un ruido confuso, indiscernible,
se mezclaba con el estruendo del tráfico. Los armatostes no respetaban
ninguna señal, y sus ocupantes bajaban las ventanillas a pesar del frío,
para insultarse y amenazarse, entre una música machacona.
Como suele ocurrir justo antes de anochecer, el alboroto
de los pájaros, invisibles, alcanzó su paroxismo. Pero no se parecía en
nada al griterío habitual de los gorriones y otros pájaros pequeños, sino
que se elevaba y caía sobre la plaza como una plancha de hierro, muy semejante
al rumor de la selva.
El chucho marchaba pegado a mis piernas. Recorrimos la
plaza desierta, salvo los bancos. El banco que yo acababa de dejar ya estaba
ocupado. Una media docena de escaparates reverberaban aún ante las aceras
rotas. En suma, todo tenía un aspecto de inmemorial abandono.
“Sólo es un sueño”, me repetí. Entonces pude verme en
una de las lunas.
Llevaba un abrigo largo, desnivelado por una botella
cuyo gollete asomaba de uno de los bolsillos. Una barba mugrienta afloraba
de mi rostro, que me era vagamente familiar. Intenté en vano ponerme derecho.
Flaco y encorvado, la cabeza enorme y pesada tendía a írseme bamboleándose
hacia adelante. Alguien salió del bar:
-¡fuera de aquí, abuelo!
Cuando logré levantarme, me palpé el cuerpo y topé con
la botella en un bolsillo. Me la llevé a la boca mecánicamente.
“Sólo es un maldito sueño”, pensé, y me eché un trago aún más largo.
No estoy acostumbrado a beber, pero al parecer, en el
futuro lo haré sin tasa. Mientras, me daba cuenta de que corría seriamente
el riesgo de morir congelado, pues aquellos andrajos apenas abrigaban.
Me percaté de que casi todos mis compañeros de infortunio, si así puedo
llamarlos, desperdigados ya en la plaza y en una callecita adyacente, se
habían provisto de cartones y periódicos, y se apretaban contra los perros
vagabundos que les acompañaban. Así pues, era la estampa que yo había visto
tantas veces, sólo que ahora yo formaba parte de ella.
¿Cómo he podido llegar a esto?, pensé. Pero lo más urgente
era buscar un lugar donde dormir. Me di cuenta de que la botella, que contenía
un licor fuerte, amargo y desagradable que yo nunca había probado, pero
que me infundió un calorcillo momentáneo, y que había devuelto a mi bolsillo,
estaba ya medio vacía, y me dirigí arrastrando los pies hacia una de las
manzanas que parecían abandonadas, incluidos los bajos. De inmediato me
asaltó el resplandor de una hoguera encendida en el patio. Dos sombras
negras se abalanzaron contra mí desde el círculo del fuego y me devolvieron
a empujones a la plaza, donde ya comenzaba a helar. Pero una de ellas se
apiadó de mí:
-¡abuelo, vete, antes de que lleguen las patrullas!, me susurró.
Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, me puso algo
frío en la mano, una extraña moneda casi borrada, y me empujó suavemente
hacia una de las calles que ya estaban completamente a oscuras.
Entretanto, los pájaros habían enmudecido en las tinieblas de la arboleda. Un vaho helado caía del cielo. Todo se había vuelto a la vez borroso y macizo, como tallado por la penumbra en una alucinación. No me había alejado diez pasos cuando oí un griterío procedente de la plaza.
La curiosidad estuvo a punto de costarme cara. ¿Se puede
morir en un sueño? En el último segundo, me deslicé hacia el hueco de un
portal. Desde allí pude ver cómo una media docena de jóvenes arrastraban
uno tras otro a los indigentes de la plaza hasta una camioneta destartalada,
repartiendo golpes y patadas, también a los perros obstinados en seguir
a sus amos, y farfullaban algo que no lograba entender, pero que debían
ser insultos. Ahora que lo pienso, aquella gente hablaba de un modo singular,
con frases mal construidas como las de los niños, repitiendo continuamente
las mismas palabras.
A los desgraciados que intentaban huir les daban doble
ración de golpes. Algunos quedaron tendidos en el suelo, como muertos.
Al fin, la camioneta arrancó, lanzó un resoplido fatigado, y desapareció
derrapando por una de las aceras.
Ahora yo estaba literalmente aplastado contra la pared del portal. Puesto que nadie había intervenido, pensé que era algo habitual. Me derramé parte del licor nauseabundo, y arrojé la botella al rellano abandonado. Una enorme rata saltó, sobresaltada, entre los escombros acribillados de chillidos y pasos menudos.
La plaza estaba desierta. Lo mejor era tumbarme en el
mismo banco donde había despertado y volverme a dormir cuanto antes. El
perro, que seguía pegado a mis piernas, pareció comprender y corrió hacia
allí. Por un momento tuve lástima de él. “En cuanto despierte, tú también
desaparecerás”, pensé.
No iba a ser tan fácil.
De momento, recogí todos los cartones y periódicos que
pude, y que habían quedado abandonados tras la cacería. Encontré una botella
medio llena, escondida en el último momento en un parterre. El frío era
casi insoportable. Tropecé con un bulto. Pensé apropiarme de alguno de
aquellos abrigos de los que habían quedado tumbados, como muertos en la
plaza (y que, si no lo estaban, pronto lo estarían), pero un resto de pudor
me detuvo.
Al llegar a mi banco comprobé que tres o cuatro perros
me seguían. Ahora cubierto con los cartones y los periódicos, con los perros
apretados contra mí, y con aquel licor, podía confiar en pasar la noche
sin más contratiempos.
Me sonreí.
Empezaba a adormecerme, a entrever el jardín, cuando
me pareció oír un barullo de gente que se acercaba. El ruido provenía de
la calle que acababa de dejar, donde acababa de esconderme de las patrullas.
Me incorporé para escapar de nuevo, pero el grupo ya entraba en la plaza.
Los perros apenas se removieron en sueños.
Al llegar a nuestra altura, una mujer bien vestida me
señaló, e inmediatamente dos jóvenes se acercaron a mí con un paquete en
las manos: galletas a cambio de mi licor. En ese momento empezó a nevar.
Comí, pues, algo. En cuanto se alejaron (sin reparar
en los bultos humanos que yacían aquí y allá, y que alguien sin duda, recogería
por la mañana), rebusqué entre estos otra botella para entrar en calor.
La nieve se me adhería pegajosa, con una extraña pureza. Volví a hacerme
sitio entre los perros y me quedé dormido.
Pero antes reparé en algo: al esconder la botella en
un bolsillo interior, tropecé con un cartón duro, áspero por un lado y
suave por la otra cara. Como no podía verlo (sin farolas, ni lámparas,
ni cerillas), lo devolví con cuidado al bolsillo con el propósito de examinarlo
inmediatamente más tarde, cuando hubiese luz, y cerré los ojos.
De no haberlo encontrado, todo esto hubiese sido una
anécdota, una pesadilla. Volví a despertar en el jardín de nuestro chalé,
con la misma sensación que había tenido al dormirme la primera vez. El
sol estival comenzaba a bajar entre los árboles. Un coro de cigarras y
de pájaros asaeteaba el aire.
Inmediatamente recordé la cartulina. Claro que no tenía
aquel abrigo andrajoso. La aventura empezaba a deshilachárseme en las típicas
imágenes incoherentes de los sueños. Entonces estiré la mano:
En el cartón, una fotografía bastante deteriorada en
blanco y negro, había retratados un hombre mayor, en el que me reconocí;
una mujer; y un joven, a los que no había visto en mi vida.
Las voces de Victoria y de Emilio me llegaron desde detrás
de la casa, a modo de heraldos:
-¿qué pasa?
-nada, mentí, una indisposición.
Y entramos en la casa.
Han pasado más de diez años desde que escribí este relato,
absolutamente verídico. Victoria y yo nos separamos poco después, a causa
de la fotografía (y también de mi locura). No volví al trabajo, pero despedí
al psiquiatra y vendí el chalé. He intentado matarme varias veces. Empecé
a beber y a frecuentar a los que beben. Ahora mi único consuelo son el
alcohol y los perros. La mujer y el joven de la fotografía siguen tan enigmáticos
como el primer día, junto a mi pecho, entre la ropa. Tal vez me estaban
destinados. He alterado mi destino, aunque sólo en parte. La Plaza de la
Trinidad, la gente, los coches, hasta los pájaros que cantan al anochecer,
se parecen a los de mi sueño. Ya no deseo despertar.
Carlos Almira Picazo
Castellón de la Plana, España. 1965.
Doctor en Historia por la Universidad de Granada. Autor de una novela en papel: Jesuá, ed. Entrelíneas, Madrid, 2005; de un ensayo en papel: ¡Viva España! El nacionalismo fundacional del régimen de Franco (1939-43), Editorial Comares, Granada, 1997; de una novela en formato digital: Todo es Noche, Prometeus mdq, abril 2007; y de un centenar de cuentos y ensayos, publicados en revistas como Adamar, Axxon, Ed. Badosa, Destiempos, El Coloquio de los Perros, Cañasanta, Diezdedos, Remolinos, Magazine Siglo XXI, El Fantasma de la Glorieta, Revestidos, Tiempos Futuros, Quaderns Digitals, Literae Internacional,Ariadna, Las Voces de la Cometa, etcétera.
|
|
|