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En menos de dos meses, la abuela Magda perdió a tres
de sus seres más queridos y supo que el color de la fatalidad no es gris.
- Tú también me ganaste de mano. Me consuela pensar que cuando me toque
el turno a mi, habrá muchos conocidos esperándome – le dijo con toda naturalidad,
a su marido yaciente.
No se podía creer que sobrellevara con semejante fe tanta
obstinación del destino. Los desvelos de familiares y amigos quedaron entonces
concentrados en ella. No se oía más que: Ojala que no sea la próxima, No
creo que aguante, es demasiado, No va a durar mucho, ¿La despedida de Santos
será un aviso?
Pero ella permanecía en pié conformada con lo que no
había perdido. La abrumaban con frases trilladas sobre las diferentes manifestaciones
del dolor: que desgarraba el alma, que puede acuartelarse en el cuerpo
disfrazado de enfermedad, que ojo con la depresión a esa edad, pero ella
no conseguía localizar su dolor ni expresarlo. No encontraba un atajo para
acabar con esa tensión.
La inquietaba pensar que su pena andaba a la deriva y a su vez se daba cuenta que lo único nuevo en su vida era una gran confusión que estaba alterando su vida, tanto fuera como dentro de ella misma. Ya nada obedecía a las leyes naturales ni a la rutina. Sus ojos desaguados no le permitían regar la memoria de los idos, su boca había perdido autonomía, su corazón andaba al tranquito o a ritmo de pasodoble, sus orejas anegadas parecían el exilio de sus lágrimas, su estómago pataleaba por todo, sus intestinos andaban y desandaban a piacere.
Sumada a esa confusión física, la otra, que la sometía
a la crítica diaria de allegados y amigos porque todo lo hacía al revés
que de costumbre: sufría a los bostezos las visitas de pésame mientras
incursionaba entusiasmada en las necrológicas de La Nación, protestaba
todo el tiempo porque los álbumes de fotos, que antes estuvieron ordenados,
andaban desbaratados de mano en mano de los parientes en la búsqueda de
buenos recuerdos, porque se le superponían las fechas de misas de séptimo
día con cumpleaños y aniversarios que le gustaba festejar. Estaba harta
de que todas las noches entraran y salieran hijos y nietos que iban a acompañarla
y a quienes culpaba de la falta de papel higiénico en los tres baños, de
la heladera desordenada y de la cocina llena de cacharros sucios.
Se sentía permanentemente amenazada por esos encuentros
con la confusión que la dejaban exhausta y sospechó que ese desbarajuste
todo debía ser, sin duda, la expresión de su dolor.
Temía acostumbrarse al desorden y, ducha en la práctica
de la oración, dedicaba los escasos momentos de lucidez a pedir socorro
al que desde la eternidad pudiera rescatarla de esa agonía. Entretanto,
su familia se tambaleaba entre el duelo y el recuerdo de sus palabras de
navaja en la despedida a su marido.
La abuela Magda despertó una mañana y se sorprendió con
una gran sensación de alivio. Con andar decidido se dirigió a la cocina
y comenzó a planear desde el martes el almuerzo del domingo. Preparó el
menú tradicional, el mantel de hilo, la vajilla buena y convocó a hijos,
nietos, yernos y nueras.
Concurrieron todos. Sentada a la cabecera de la mesa,
esta vez con voz húmeda y mientras servía el segundo plato les dijo - No
se preocupen más por mí. Ustedes ya han sufrido demasiado y sería ofensivo
de mi parte hacerlos pasar por otro funeral. He decidido que por ahora
me quedaré por acá, bien cerquita de todos ustedes – y con tranquilidad
contagiosa sirvió los huevos quimbos.
Lina Macchi
Lina Macchi es argentina, vivió en Nueva York y en Brasil lo que le sirvió
para tener una mirada más atenta a las diferencias. Participa en talleres
para escritores y a raíz de sus historias conformó el Grupo de Lectores
Oasis con diecisiete integrantes de distintos países. Ha publicado cuentos
y poemas en Antologías locales.
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