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Alejandro Cámara

Esclavo de tus sueños


   Una punzante y estridente alarma aguijonea tus oídos. Lo único que ves son unos números de neón que rezan: 6:15. Visión que te arrebata el sueño en el que estabas inmerso, un espacio y tiempo muy alejados de ahí. Lejos de todo, inclusive tú estás fuera de la utopía. Al levantarte escuchas algo, el sonido de la soledad. Tu cuerpo fatigado te arrastra hasta el baño. Una luz amarillenta refleja en el espejo a un hombre débil, muy pálido…Hijo de algún país desesperanzado. Coges tu ropa, digna de esclavo de oficina y sintiéndote ajeno al mundo comienzas el día, no sin antes arrancar el papelito del calendario que anuncia el segundo día del mes. Camino a tu lugar de trabajo te sumerges en un meditabundo sopor, de cavilaciones fugaces y desvaríos: ¿Te amó? ¿Tú la intentaste amar? Te enervas. Es que, ¿el amor no basta? Debiste descubrir su ternura escondida en el silencio, su pueril malicia protegía un corazón frágil y entregado. Apenas te das cuenta que tu soliloquio fue escuchado por los pasajeros del autobús y apenado te bajas unas cuadras antes de tu destino.

   Aquel miércoles nublado te vio atrapado en tu rutina peligrosamente aburrida, inútiles intentos por rasgar la gris superficie de tu existencia superflua. Laboraste automáticamente hasta ver morir otro día. De regreso lamentas tus errores cometidos, parece nunca acabar este mal sueño llamado realidad. Al arribar a casa y con el enfado pesando en tus sienes, enciendes el televisor. La programación te absorbe y tu pulgar danza entre los canales sin encontrar nada entretenido; infomerciales milagrosos, telenoveluchas inservibles, noticieros fútiles. En un canal topas con la banda sonora del drama adolescente del momento, igual de vacua que su serie. Juzgas, creyéndote superior, pero… ¿De qué sirven todos esos legajos polvorientos que tratan acerca de la vida, del amor, la muerte, del destino y la filosofía? ¿Fueron suficientes para alcanzar tus sueños? Si al final te acobardaste argumentando que tenías otras cosas en mente. Sólo eran aspiraciones de púber -dijiste-. El cansancio te sorprende y caes rendido en el sofá.

   Has cansado a tu espíritu y éste abandona tu cuerpo, mientras la noche se resquebraja lentamente.

   Nace un nuevo día, jueves que parece sonreírte. Todo listo y te diriges hacia la parada del camión. Mientras esperas, una estilizada silueta se aproxima. Mujer joven de presencia encantadora, enigmática. Su elegante andar la conduce a tu lado y desentonando con el ambiente su belleza resalta aún más. Su apariencia es simplemente poesía visual.

–Martín… ¿verdad?

   Un poco turbado asientes con la cabeza y la observas, ¡trabaja donde tú! Sus profundos ojos verdes se posan en los tuyos. Las miradas hablan tímidamente mientras que tu boca y la de Desirée permanecen selladas. El trayecto se vuelve una eternidad efímera, finalmente bajas y encuentras -para tu pasmo- el lugar laboral vacío, ajado; una pegatina fosforescente clausura tu oficina. Un curioso temor te asalta; no podrás seguir con tu rutina. Tu mirada se reencuentra con el deseo y naturalmente fluye una breve conversación. Camino al café Kundera adviertes que un “pequeño” detalle cambió el día entero.

-¿Por qué trabajabas en ese lugar? -te preguntó interesada.
-Ehm tú sabes, era algo temporal. Tenía que ordenar mi vida, priorizar y bueno… No sé si por falta de interés o voluntad dejé pasar indolentemente los días mientras recibía mi nómina.

   Mágicamente en tu boca refulge una gallardía tan imprevista como genial. Dos desconocidos se ven envueltos en una amena charla. Explorando su humanidad, ponen a tono sus habilidades sociales, ríen y profundizan hasta alcanzar un estado de mutua ventura. De pronto te has olvidado de todo.

   La tarde –como tus años- pasa de largo, entretanto cae la noche sobre el lugar adornado con citas de Milán en los muros, amén un diseño avantgarde. Tu capuchino endulzó las horas y finalmente propuso algo confuso. Con un brillo en sus ojos te invitó a su apartamento, te sorprendes al escuchar de tu boca un “no” tajante, pero amable. Emprendes tu camino con discreción, no sin antes agradecer el brío que la joven otorgó a tu día. En un papel apuntó para ti su teléfono. Más que interés en ella misma te dejó la huella del deseo, vestigios de pasión humana que es motor de metas y objetivos. Al final resuelves quemar el papel y guardar el recuerdo. Absorto en lucubraciones nuevamente te asalta el agotamiento. Experimentas un ensueño difuso, real y volátil. En él, escuchas a un médico diagnosticarte alguna enfermedad extraña, peligrosa y tal vez aterradora ¿Era epilepsia? Hay un hospital eternamente blanco, una máscara de oxígeno y en tu ventana observas una funeraria onírica.

   Despiertas sobresaltado.

-¿Fue una pesadilla? -Claro que lo fue.

   No hace tanto frío pero tus extremidades están totalmente rígidas, casi no te levantas de la cama. Son curiosos –y recurrentes- tus episodios de inmovilidad, afortunadamente así como vienen, también se van.

   Es un día libre, es el día de Venus y abrigado, sales a caminar. El sol temprano te alimenta, fatigas largas calzadas de tu ciudad. Al girar en una callejuela, tu brazo es asido por la mano terrosa de un vagabundo:

-Señor, déme su reloj.
-¡Suéltame, desgraciado! –gritas.
-Disculpe, pero allá donde va no necesita reloj… El tiempo no es más que un producto, tirano invento del industrialismo.
-Lo siento, lo necesito.
-Tristemente es lo que usted piensa, toda su vida ha sido presa del correr del minutero y aún del segundero, atrapado en la ilusión del tiempo. Además… Necesito comer. –Clavó esa respuesta.

   Impávido, liberas el cronógrafo de tu muñeca. El indigente lo encierra en su palma. Esboza una sonrisa milenaria y de dientes extrañamente albos, te agradece. Caminas nuevamente por calles y avenidas. El tiempo pasa, pero las horas no. Cruzas portales, parques, kioscos y jardines. La gente y los autos surcan la ciudad; tu mente, el firmamento. Percibes algo que en todos tus años jamás habías advertido, te preguntas si estaba oculto dentro de ti o ignoto ahí fuera. El crepúsculo jaspea la tarde, tú ocupas una banca en la plazoleta vacía.

-Ese vagabundo movió algo en mí. Su sencillez y sabiduría… Necesito trabajo, debo regresar. –Dices, mientras observas el rostro de las nubes.

   Al llegar a casa te hundes en tus sábanas blancas, acelerando el amanecer. Es sábado ya, pero las pesadillas te son persistentes. Esa noche te has sentido atrapado, sin poder ver y apenas respirar. Vuelves al espejo que arroja el mismo resultado de antes y esa cicatriz en el mentón que frena tu barba. El problema con los espejos es, que no reflejan nada más que las apariencias. Es innegable la mejoría; tus días habían estado saturados, mas nunca de claridad ni vida.

   De nuevo en la calle, buscando algo sin saber siquiera qué. Un puesto de periódico marca la parada, compras el “Libertad” sin dudarlo. El puesto es pequeño, reina el desorden. El encargado y tú ven el noticiero que sintoniza la pequeña televisión. Escuchas una risa limpia que brota del niño que descansa en su banquito, casi junto a ti. Sin pasado ni futuro, el pequeño da cátedra a carcajada limpia. Es simplemente una risa –piensas-, pero una grande, sin pretensiones ni hipocresías, es la risa lo que te sitúa en un estado cuasi onírico de consciencia: una risotada perfecta que sólo rinde cuentas a la hilaridad.

   Tu otrora humorismo aflora y estremeces. Recordar la preparatoria es inevitable, aquellos maravillosos años que nunca volverán. Últimamente, cada encuentro fortuito hace que te hierva la sangre aunque arrecie el frío mes de enero. Vas a casa para revisar concienzudamente la sección laboral, después de subrayar algunos anuncios de tu interés, te diriges a tu escritorio. Abres tu vieja libreta, poemas y fragmentos de una hipotética novela se escurren y discurren en el papel. El deseo por escribir te consume. Lo haces libremente y sin pensar si vale la pena o no. Plasmas en el papel la esencia de lo aprendido estos días, desarrollas reflexiones puntuales sobre la vida y cómo crees tú que los demás pueden vivirla. Repruebas la rutina que nos convierte en autómatas y aleja nuestra humanidad; es un tratado del auténtico vivir y ser. Tu ilusión crece mientras tu pluma impasible rellena cada renglón vacío. El tiempo se evapora…

   Despiertas a medianoche, con doce folios repletos de tinta y el cuello dolorido. Un agradable letargo te dirige hacia tu cama. El féretro que la ocupa te escarcha hasta la última gota de sangre. Paralizado observas cómo alguien lo abre desde adentro, el horror es tal que marea. Una mujer sin nombre se incorpora del ataúd, camina lentamente hacia a ti arrastrando su ropaje nocturno. Destapa su rostro, es hermosa, te atrae hacia ella y sus labios se encuentran, luchan una dulce batalla.

   Su boca comienza a astillarse, es amarga y su talle se endurece, aplana como una tabla; es un beso de madera.

   Abres tus ojos. La oscuridad te abraza con sus infinitos brazos y no escuchas nada más que tu respiración agitada, el olor a tierra vieja. Recuerdos se agolpan en tu frente: Ariadna, tu trabajo, tu vida, tu familia y amigos, tu adicción, tu enfermedad; Catalepsia. Desesperado por salir, intentas romper a golpes las tablas que te contienen, tu cuerpo bañado en sudor tibio forcejea dentro del ataúd. Es inútil… Has descarnado ya tus uñas arañando el cajón. Metes tu mano al bolsillo, descubres varias hojas de papel dobladas (¿doce?), están desgastadas y huelen a tinta. La penumbra te impide leer sus palabras escritas. Preguntas y respuestas sacuden frenéticamente tu cabeza:

   ¿Todo lo vivido anteriormente fue un ensueño o realmente ocurrió? Además, ¿cuál sería la diferencia entre lo soñado y lo que acaeció, una vez inhumado? ¿Dormías y recién despertaste o esto es sólo es una pesadilla más? Concibes estas disyuntivas e interrogantes mientras respiras el último soplo de vida que te resta.



Alejandro Cámara
1994. Es tapatío y bachiller de la Prepa 5 de la UdeG. Autodidacta cultural: aprecia la literatura, la pintura, la música y el cine. Tiene por afición escarbar en librerías de usados para descubrir autores. A su corta edad ha escrito cuentos y poemas. El mundo onírico es fuente de sus creaciones. Pedro Páramo y Cien años de soledad son sus libros favoritos. Aunque no lo practica, le apasiona el basketbol. Fito Paez y Enrique Bunbury están entre sus favoritos musicales. De buen comer, le gustan los chilaquiles, el mole y la carne asada.