Vasconselos en el Morningside
josé gilberto tejeda




          El hombre que no transigía con nada ni con nadie vivió en Nueva York. Anduvo rondando por Central Park, Washington Square y las bibliotecas públicas del Midtown, donde se pasaba horas enteras leyendo, meditando, enfrentando una realidad que juzgaba indigna. México se hallaba tan distante como su pasado, como su futuro. Era la época de la Revolución, cuando el odiado Carranza se hallaba en el poder y los demás caudillos aguardaban su turno. Los errores en política se pagan con la vida. Vasconcelos narra en sus memorias que ese tiempo se propuso dedicarlo a labores intelectuales: “…me encerré en la biblioteca de Nueva York y allí tuve por patria a la filosofía griega”. A este tema se refiere extensamente, como extensamente se refiere a su intimidad con una mujer; la nombra, la idolatra, la coloca en un pedestal de oro para después derribarla y escupirla. Es la lucha entre el intelecto y el erotismo, entre la ira de Dios y la fecundidad de los demonios. Es su destino atávico. No existe – o no conozco – placa conmemorativa que recuerde el paso de Vasconcelos por Nueva York y sin embargo, su espíritu continúa vagando, flotando sobre el pavimento gris de sus calles, sobre los anuncios luminosos que fluyen por Broadway y desembocan en Times Square. Su espíritu se mezcla con la multitud apretujada, estridente, que cualquier 31 de diciembre aguarda la llegada del año nuevo. Esta misma multitud compuesta de seres abigarrados que buscan un rasgo de identidad común con otros hombres, latinos, sajones, judíos, orientales; ninguno sabe quién fue Vasconcelos y sin embargo, Vasconcelos vive en todos ellos. Es la conciencia inquietante del viajero, del expatriado. Es la disyuntiva a vivir como paria en un país ajeno o regresar a un lugar de oprobio: “váyase de aquí, mi amigo. You are a latin, usted es latino y lo será siempre; este es un país anglosajón, cada vez más celoso de serlo…”, un antiguo socio yanqui le previno. Se pueden decir tantas cosas al respecto pero Nueva York siempre lo recibió de buena gana y si no le concedió privilegios, tampoco le impuso cargas que no le haya impuesto a otros exiliados. Aún le obsequió tiempo parra escribir sus bases de filosofía y sus diatribas.

          El barrio del Morningside ha cambiado mucho desde la época de Vasconcelos, ha perdido el sabor bohemio que tuvo hace setenta años. Los emigrantes ya nos son intelectuales refugiados de las post – guerras del siglo XX- ahora son esclavos del tercer mundo, mano de obra barata. No es lo que uno espera encontrar en los alrededores de una universidad como Columbia, no obstante, es posible adaptarse. Más que una casualidad fue la curiosidad la que me condujo al Morningside por primera vez, quise comprobar que un hombre tiene que vencerse a sí mismo antes de emprender otras batallas. Yo me preguntaba si después de setenta años podría encontrarme con Vasconcelos. Me dije que si los muertos se aferran a lo que más amaron en la Tierra, esto era posible. Y lo fue. Lo pude reconocer. Iba del brazo de su Adriana. La cadencia de sus pasos perseguía cierta ondulación, cierta voluptuosidad que invitaba a seguirlos. Podía escuchar sus voces, sus palabras, detalles de su conversación secreta, secreta e íntima. Regresaban a casa después de un paseo en bote por el lago de Central Park, de ahí que Adriana llevara una sombrilla para protegerse del sol. La tibieza del reflejo había dorado su cutis de nácar. Los dos bromeaban. Era un momento de tregua. Una tregua antes de la ruptura final. No se puede ignorar que Vasconcelos era un hombre casado con otra mujer, y el remordimiento jamás lo dejó en paz: -“señor, ésta mujer que está aquí es la mía y la otra fue mi equivocación; bendice a la esposa inocente y castígame a mí, pero no me quites a la culpable”- Al final, él mismo se la quitó, se la amputó, después de sufrir: - “veladas capaces de consumir el tronco de un árbol, encendidas de apetencia y amargas de encono; suplicio del alma y lenta consunción del cuerpo”- El cuerpo. Tu cuerpo. Nuestros cuerpos que ya no engendrarán otros mundos.

          El Morningside fue testigo de la lujuria, de los celos, las revanchas, las mezquindades, las iluminaciones. Vasconcelos no aceptaba términos medios; se hundía o se salvaba. Él mismo cavaba su propia desventura con sus desafíos, con sus sentencias. A Nueva York regresó, pero nunca más con Adriana. No hubo perdón y el rencor, como lo narra en su viaje a Tierra Santa, tardó años en desaparecer: -“vuélvete humilde. Si persistes, comenzarás a sentirte lavada…”- le aconsejó, aunque inútilmente porque ella ya estaba rehaciendo su vida con otro hombre. Aún así, sus recuerdos perduraron. -“Yo fui tu ambición”- Adriana le dijo una vez. Y, lo fue.





josé gilberto tejeda
México. 1956.
Narrador. Tiene publicados dos libros de cuentos y una novela. Sus obras han aparecido en diversas publicaciones y diarios. También es traductor de poesía y prosa.