la sonrisa en la cara
miguel alejandro boiero




     Pelo lacio, casi negro, duro por la tierra que lo había golpeado desde hacia días, se contoneaba al sonido de la música que hacen las hojas al chocar con el piso reseco; Su cara que debería ser tersa y juvenil, ya estaba ajada y maltratada por el duro clima. No tenía mas de diez años, caminaba solo con la mirada triste, sin rumbo determinado, la gente que pasaba a su alrededor, que aunque no era mucha, no le prestaba la mas mínima atención, cada uno tenia su problema e intentaba lidiar con él.

- Adiós Juancito. – Lo saludó el cura del pueblo.-

     El niño solo atinó a levantar la cabeza y brindarle una magra sonrisa, parecía que iba cavilando sus propias cuestiones, que de seguro no eran muchas, pero de seguro lo suficiente importantes para preocupar a una criaturita como él.

     Si pudiera tener el poder para cambiar su vida, lo haría en un santiamén – pensaba-.

     No entendía como algunos podían tener tanto y otros tan poco, pero así era la vida, le decía su madre, si al menos tuviera un padre, con quien poder descargar tanta furia y llorar en sus hombros, hasta que sus lagrimales estuvieran secos, pero hasta de eso lo había privado la vida; Su padre fue un ex­-combatiente de no sé que guerra, que se había quitado la vida cuando él tenia dos años.

     Con el estómago vacío de todo alimento y el corazón lleno de tanta tristeza, Juancito seguía su diario peregrinar hacia el tambo de los Barzola, donde allí podía conseguir algún vaso de leche para él y su hermana.

     El pueblo no era muy grande, solo residían en él, a lo sumo 5,000 personas. Pero esa mañana, en vísperas del día del padre, se encontrarán por el pequeño centro comercial la mayoría de las hermanas, madres y abuelas de todo el lugar, para así poder conseguir alguna chuchería, para ofrendar a su progenitor o ser querido que oficie de ello.

     Con suma tranquilidad y poca curiosidad, Juancito cruzó todo el centro del pueblo, ya que no tenía nada que festejar, ni siquiera tenía ganas de mirar una vidriera, que aunque muy pobres, estaban decoradas con gran variedad de colores, para llamar la atención de turistas y vecinos.

     Esas veredas por las que caminaba diariamente, eran de lozas calcáreas mal confeccionadas, y colocadas con mayor desprolijidad aún, era un típico pueblito norteño de Argentina.

- Juan, Juan, ¿juegas a la pelota?. – Se acerco un niño, casi idéntico a él, ofreciéndole divertirse un rato.-
- No en este momento, ahora tengo que ir al tambo, quizás mas tarde. – Contestó él responsablemente.-
- Pasa por mi hogar luego de la siesta, ya que mi padre no quiere que lo molesten a esa hora.
- Bueno. – Aseveró y siguió su camino, dejando al otro niño levantando polvo con su pelota de cuero gastado.-

     Dobló la esquina, el rebotar del balón se dejo de oír; La plaza del pueblo se cernía frente a él como un universo de diversión, los juegos que se encontraban en ella estaban descuidados, pero seguían teniendo ese atractivo, que lo hacía dudar entre quedarse a corretear entre las hamacas y toboganes, e ir a buscar el alimento.

     Su gran responsabilidad, ganó por sobre la vanidad. Lentamente iba cruzando la plaza, diciendo para sus adentros, quizás después le tocaría jugar un poco.

     La fuente de la plaza, que se encontraba en el centro de la misma, estaba seca y solo se llenaba en los momentos de festejos, ya que el agua escaseaba en el pueblo y había que cuidarla, pero así como faltaba el agua en la fuente, había bebederos que la poseían, se acercó a uno y presionó el pedal, el agua salió tímidamente, mojándole su manito apoyada en un borde, posó su boca en el tubo y comenzó a sorber con fuerza, hasta saciarse.

     No sé que tenía el agua, aquí sabía más rica, que la del pozo de su casa. - Se dijo para sus adentros-.

     Se mojó la cara y con las gotas todavía cayéndole de su rostro, se fue a sentar en el borde de la fuente, secose la cara con la parte inferior de su camisa, dejando así marcas de mugre por toda ella y eso que la camisa no estaba del todo limpia, estaba mejor que su cara, que ahora tenia unas pequeñas rayas limpias y otras sucias, que lo hacían muy pintoresco al cara sucia.

     Un gato se le acerco y se fregó contra sus piernas, el instintivamente estiró su mano y le acarició el lomo, el minino se quedó contra su pierna derecha, agradeciendo la tierna caricia.

- Buen día, como te llamas. – Escuchó una voz, por detrás de él.-

     El niño sobresaltado, levanto la vista, lo habían tomado por sorpresa, hasta hace un momento, no había visto a nadie en la plaza, justo antes que se le presentara el gato, así que estimaba que estaba solo en el lugar.

- Juan, Juan Barrado, señor. – Dijó su nombre, mirando al individuo a los ojos.-
- Lindo nombre, posee mucha fuerza, y qué haces solo en la plaza, ¿qué no estas en la escuela. ? – Preguntó el extraño.-
- Estudio de tarde señor, iba a buscar algo de alimento que me pidió mi madre.
- Eres un chico trabajador, puedo sentarme a tu lado unos momentos.
- Si usted gusta.- asintió-
- Gracias, me llamo Cristian, ¿tu me dijiste que te llamabas? ...
- Juan, señor.
- Noto que estas un poco triste, ¿puede ser?.
- Algo, pero no es nada, ya pasará.
- ¿Puedo ayudarte en algo?. – Preguntó el extraño.-
- Le agradezco, pero lo que le pediría, seguro que no me lo podría conceder.
- A ver pide.

     Dudó un momento, se quedó pensativo. De que serviría pedirle a ese extraño algo, aparte no tenía ganas de contar sus pensamientos a alguien que no conocía.

- No, gracias, otra vez será.- Y se levantó para retirarse del lugar-
- Ven, ven aquí, me gustaría charlar un poco contigo, ¿si es posible?.

     El niño se quedó parado, un momento, mirándolo de arriba a abajo, vestía algo extraño para el lugar, aparte no lo había visto jamás, debía ser algún turista, que estaba de paso. En la parte superior poseía una camisa larga, que le pasaba la cintura y los pantalones eran anchos; Los colores que usaba eran de un tono caramelo, casi crema, tenía barba y un pelo de color amarillo ceniza. No le inspiró desconfianza, poseía rasgos bonachones, entonces retrocedió y volvió a sentarse a un metro de él en el mismo borde cerámico de la fuente.

     Se observaron un poco sin siquiera decir una palabra, sólo un cardenal se dejó escuchar de fondo, llamando a su pareja, con vivo trinar.

- ¿Tienes hambre?. – Pregunto el extraño, largándose a hablar.-
- Sí, un poco.
- Toma. – Y de dentro de una bolsa, que tenía colgada en su hombro saco unas galletas.-

     Juan, las tomó con desconfianza al principio, pero era tal el hambre que tenía que se las llevo a la boca una a una. Le pareció el alimento más delicioso que había probado en todos sus años, en pocos instantes se devoró todas, el extraño saco algunas más y se las alcanzó.

     Juancito siguió comiendo hasta saciarse, se levantó de su lugar y fue hasta el bebedero e hizo fluir un poco de agua a su garganta, cuando hubo terminado, dio media vuelta y fue a sentarse junto al extraño.

     Ya su cara había cambiado un poco, se notaba más feliz, ya que su pancita se encontraba repleta de alimento, no sabía como agradecerle, sólo atinó a decir.

- Muchas gracias, son las galletas más ricas que he comido, y eso que mi máma hace una tortilla exquisita.
- JaJaJa, - Se rió el hombre – eso me alegra mucho, me gusta que te hayan gustado.
- Cuéntame algo de tu vida, ¿cómo es?, ¿qué haces?, dime lo que te parezca.

     Y así juancito comenzó a relatarle su vida, dejando su corazón abierto como todo niño, de este mundo, sin maldad que lo corrompa, ni dinero que lo compre, estuvieron largo tiempo conversando de todo, el extraño le hablaba, con sumo cariño, haciéndole entender que la vida que quizás le esperara a él, sería diferente de la que el creía que podía tener, le dejo en su interior una luz de esperanza, le pidió que se cultive y que siempre quiera a su familia, que no deje de lado a nadie, por mas su credo, raza o religión sea diferente al de él, le dijo, que los grandes hombres, tenían grandes preceptos morales, y el a simple vista y aunque era muy pequeñito, parecía ser uno de ellos.

     El sol se iba moviendo por el cielo, el medio día a había quedado atrás, cuando Juancito se dio cuenta, se puso nervioso.

- Mi madre me va regañar. –Dijo-
- ¿Por?. – Preguntó el extraño-
- Tendría que haber estado ya en mi casa, con la leche para mi hermana.
- No te preocupes, cuando llegues a tu casa, seguro tu madre no se enojará contigo.
- Eso espero, lo tengo que dejar señor, -dijo- me ha gustado mucho charlar con usted, don Cristian, espero poder verlo otro día.
- Así espero yo, seguro que nos volveremos a encontrar, ve a buscar el alimento.

     Así Juancito salió corriendo, directo hacia el tambo, el viento le golpeaba la cara nuevamente, haciendo ondear su pelo, retiró la leche y un poco de manteca para su familia, sentía una exuberante excitación, en su mente no paraba de dar vueltas, lo que le había dicho aquel hombre, también corriendo fue hasta su casa convencido de una cosa.

- Madre, madre, te tengo que decir algo. – Gritó-
- Juan, mira la hora que es, ¿dime dónde estabas?
- Pero escúchame, no me regañes, no sabes lo que me paso, no tienes idea.
- A ver cuéntame. – Dijo la madre, cambiando el estado de ánimo, viendo la cara de alegría que tenia el niño y entendiendo que no siempre Juancito estaba así, es más creía recordar que nunca lo había visto en ese estado.
- Madre, dime que no te reirás.
- A ver, dime – La madre con una sonrisa, se alió con el niño-.
- Madre, estoy seguro que he conversado con Dios, estoy tan contento, ahora si tengo ganas de vivir.

     La madre abrazó a su hijo y los dos lloraron de alegría. Una alegría llena de emoción y amor, como solo se ve cuando algo cambia para siempre.

     En otra parte el extraño, dio vuelta en una esquina, se acomodó un poco su bolso colgante, sonrió al viento que solamente lo observaba, camino con paso vivo media, tal vez tres cuarto de cuadra y se subió a un automóvil, un flamante Land Rover, se sentó en el asiento del conductor, en el del acompañante sentada, había una mujer.

- Dónde estuviste, hace largo rato que te espero, y aparte ¿de qué te ríes?, Cristian. – Preguntó ella-
- Si te comento no me creerás.
- A ver dime, y espero que tu historia me convenza.
Cristian, saco un cigarrillo, lo acaricio levemente como pasándole al mismo no sé que fuerza, presionó el encendedor del automotor y lo encendió. Una bocanada de humo salió de su boca, con la misma sonrisa que había subido al auto, le comentó a la mujer.

- Estoy seguro, y no te rías, que hasta hace un momento conversé con un ángel.

     La cara de Cristian, rebosaba de felicidad, no podía entender como un ser humano podía ser tan bueno, ni tan sentimental, estaba casi convencido que era un angelito, ese niño.
Las dos vidas habían cambiado para siempre, él con una mente más abierta se estaba dando cuenta que en todo ser viviente esta la magia del creador, y no tiene que buscar en las alturas o bajo la tierra el poder de un Dios, solo tiene que observar al prójimo.





miguel alejandro boiero
Buenos Aires, Argentina.
Actualmente reside en Quilmes, posee un libro publicado El Agum!, de literatura fantastica, varios cuentos cortos escritos, como asi 2 novelas de ciencia ficcion. Es Analista de sistemas, y autodidacta en letras.