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todas las tardes
carlos martín briceño
A las dos de la tarde, cuando el calor obliga a todo el pueblo a refugiarse en la siesta y hasta los perros de la calle buscan el cobijo de los corredores del palacio municipal, Catalina Salum aprovecha para cerrar durante una hora las puertas de El cuerno de la abundancia y solazarse con su juego preferido. Acaba de tomar un baño y, sin embargo, el sudor le escurre por el cuerpo confundiéndose con el agua fresca que aún moja su piel. Huele a sándalo y a esencia de flor de naranja, las únicas fragancias que al llegar a la adolescencia le fueron permitidas y a las cuales poco a poco se habituó. Ni lo sueñes, hija, son demasiado caras como para andar usándolas a diario, ¿qué no ves que mi único lujo es la lavanda?, le había dicho su padre cuando comenzaron a llegar al almacén, en cajas de caoba, los primeros perfumes importados de París. A veces, cuando él no se daba cuenta, Catalina solía destapar alguno de aquellos frascos traslúcidos de colores para arrobarse con el aroma que la transportaba a ese continente donde las mujeres preferían frotarse la piel con bálsamos aromatizados en lugar de lavarse el cuerpo con jabón.
La sola idea de observar sus lonjas ante
el espejo la deprime. Por eso, mientras se seca, evita mirar la luna de
plata que recubre la parte central del ropero. Sobre la mecedora, parece
esperarla impaciente el vestido negro de alto escote y mangas largas. Guarda
luto desde que murió su padre hace un par de años, al atorársele, durante
la cena, un hueso de pollo en la tráquea. De cuando en cuando, le viene
a la cabeza el terrible instante en que Don Habib comenzó a toser de manera
escandalosa, se llevó las manos a la garganta y cayó de bruces sobre la
mesa.
Esa fue la única ocasión, en toda la historia
del pueblo, en que el párroco llamó a misa en la madrugada. Después de
todo, el turco, como le llamaban al difunto a sus espaldas, fue un viudo
respetable, preocupado por el progreso de la villa de San Bernardo. Gracias
a él, sus habitantes habían podido tener a la mano -mucho antes que en
otras regiones del país-, los encajes de Bruselas, el oro florentino, las
porcelanas de Lladró, los perfumes franceses, los cucús suizos, las mantillas
españolas y otras delicadezas que adornaban los escaparates de su tienda.
Y mientras llega la hora de regresar al mostrador,
Catalina saca del último cajón de su cómoda el falo de marfil, que a raíz
de la muerte de Don Habib, compró a un gitano que suele llevarle objetos
exóticos a la tienda. Es un pene erecto, un artificio oriental de líneas
suaves y gran tamaño que reproduce con exactitud, hasta en los detalles
más insignificantes, el sexo masculino. Lo despoja del pañuelo de seda
con el que acostumbra envolverlo y lo toma con cariño. Lo admira, lo acaricia.
Lo acerca con delicadeza hasta sus labios para besarlo. Ósculos breves
y sonoros que dejan su huella en la superficie. Chupa, ensaliva. Deja que
el frío sabor del marfil vaya embotándole los sentidos, cierra los ojos
y se abandona en ese marasmo que la humedece y la obliga a tumbarse de
espaldas sobre la cama mientras recuerda y se introduce con lentitud el
instrumento. Imita el vaivén del desaparecido y, sin dejar de estimularse,
toma con la cuenca de la mano izquierda uno de sus grandes pechos para
acercarlo a sus labios y mamar a intervalos -ora marfil, ora pezón- como
criatura, como niña urgida de madre, ésa que nunca conoció y de la cual
sólo sabe que fue una mujer de ojos oscuros, cejas pobladas y anchas caderas,
como las suyas, que estando preñada llegó junto con su padre al pueblo
y que, después de haberla traído a ella al mundo, murió desangrada por
el esfuerzo que supuso dar a luz a una niña de cinco kilos.
Aún faltan veinte minutos para que Catalina abra de nuevo el almacén y vuelva a ser la solícita comerciante que persuade a la clientela de que no vale la pena tomar el tren hasta la ciudad en busca de novedades, pues El cuerno de la abundancia acaba de recibir, a muy buen precio, perlas de Mallorca, juegos de té de la Gran Bretaña y mascadas madrileñas. Así que, como siempre, va a tratar de prolongar este momento hasta donde el tiempo se lo permita. Siente el calor suave del instrumento en sus entrañas, gira sobre su costado, despega los párpados y observa, sin querer, su obesidad ante el espejo. Y es, precisamente en este momento, cuando se le humedecen los ojos y descubre cuánto añora escuchar la lluvia de la regadera, el chillar de las sandalias de hule sobre el mosaico húmedo y enseguida la voz gruesa y ronca diciéndole que deje de lagrimar por las burlas que le hacen allá afuera, que no hay en todo el pueblo muchacha más linda, que él siempre va a estar ahí para demostrarle cuánto la quiere, pues cuando enviudó se hizo la promesa de dedicar el cuerpo y alma al negocio y a ella…
Pero no hay nadie. En ese recinto sombrío
donde las ventanas permanecen cerradas y las sábanas del lecho todavía
huelen a lavanda, sólo el silencio la reclama. Tendrá que conformarse con
evocar el cariño de aquel que en algún tiempo tuvo a bien instruirla en
el arte de invertir con eficiencia los dineros de la tienda. Por algo pasó
su niñez detrás del mostrador: para aprender que los números, aparte de
ser infinitos, suman las cifras que a los Salum les da la gana de cobrar
a los habitantes de San Bernardo, que las letras sólo sirven para firmar
de recibido los bultos de mercancía extranjera que cada fin de mes llegan
con puntualidad a las puertas del almacén y que por encima del placer está
el negocio.
Así lo decía su padre y quién es ella para discutirlo. Ella, la que nunca ha conocido otro varón después de él; Cata, la obesa hija del viudo a la que jamás se le permitió mezclarse con los muchachos del pueblo; Catalina Salum, la dueña de El Cuerno de la abundancia y a la que ahora, nostálgica, sudorosa y abierta de piernas, tendida bajo la brisa del ventilador, no le queda otro consuelo que jugar con ese artificio de marfil que le abrasa las honduras y le ayuda a rememorar los mediodías de antes.
carlos martín briceño
Merida, Yucatán, México. 1966.
INarrador. Es integrante del Centro Yucateco de Escritores y miembro del
consejo editorial de la Revista Literaria Navegaciones Zur.
Ha publicado los libros de cuentos Después del aguacero (Ediciones La tinta de alcatraz, Toluca, Estado de México, 2000), Silencio de polvo (Ediciones del Instituto de Cultura de Yucatán, 2001) y Al final de la vigilia (Editorial Dante, Mérida, Yucatán, 2003).
Mención honorífica del Concurso nacional de cuento Carmen Báez 1999, Premio Nacional de cuento Beatriz Espejo 2003 y Primer Lugar en cuento de los Juegos Literarios Nacionales 2004 de la Universidad de Yucatán.
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