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cobalto
yolanda gámez villalvazo
-¿Te gustan los amaneceres? Preguntó la psiquiatra desde la puerta de la
habitación.
Mario no movió un solo músculo, como si no
hubiera escuchado la pregunta.
-Veo que amanecimos molestos por algo, ¿puedes decirme que te molesta?
Continúo la mujer acercándose con paso muy
lento a la cama.
-No, dijo una voz que parecía no salir del cuerpo de Mario.
-Bien, o sea que no te gusta el amanecer, y por qué todos los días despiertas unos minutos antes y lo observas
No respondió. Los tacones de la doctora se
escuchaban con eco en la habitación blanca, caminó dos pasos más y se sentó
en una silla que se encontraba en la esquina opuesta a la cama, justo donde
podía verle la cara al paciente, se cruzó de brazos y calladamente lo observó.
-Deje de mirarme.
-Por qué no quieres que te mire, eres un chico guapo.
-Usted sólo ve en mí lo mismo que los demás, nadie puede ver en realidad como soy, así que déjese de pendejadas y lárguese.
-Y cómo eres en realidad
-Ahora nadie me ve en realidad. Si no me hubieran detenido ya todos podrían verme.
-Suena confuso ¿no crees?
-Ya ve, tampoco usted lo entiende, váyase ya no quiero hablar.
La doctora se quedó unos minutos más, hasta
que la luz del sol inundó por completo la habitación. Se levantó y salió
por la puerta, no sin antes despedirse de Mario y desearle un buen día.
Buen día… buen día, como si fuera una burla
a su situación actual. Por qué nadie podía darse cuenta de que él era diferente
al resto de la gente, por qué no podían entender que tenía que liberarse
del cascaron que lo cubría para poder dejar salir su esencia real; por
mas que había tratado de decírselo a sus padres no lo habían entendido,
se sentía solo, incomprendido, quizá si alguien de su tierra lo encontrara
y lo llevara de vuelta a su planeta, quizá entonces podría ser feliz.
Lo había soñado muchas veces, él dormido
en su cama, entonces un rayo de luz lo despertaba haciendo que su cuerpo
terrestre quedara en llamas, quemándolo todo a su alrededor; podía ver
claramente su cuerpo encendido en medio del colchón, inundado de burbujeantes
líquidos oscuros, que se adherían a las sabanas mientras se retorcían por
el fuego, como teniendo vida propia, entonces se levantaba y caminaba dejando
huellas de fuego y pedazos de carne chamuscada a su paso, se asomaba tranquilamente
al balcón convertido en una gran antorcha y podía observar el cielo del
amanecer, que se llenaba de tonalidades violetas y azules, mientras la
carne se quemaba y se inundaban de lenguas de fuego las cortinas y los
muebles, entonces terminaba de caer el cuerpo terrestre y al mismo tiempo
se iluminaba toda la habitación con los reflejos de los rayos del sol rebotando
en su renacido cuerpo de cobalto.
Nunca nadie había escuchado su sueño, nadie
en este mundo comprendería, así que no desperdiciaba el tiempo en tratar
de hacerlos entender.
Trató de moverse un poco y sintió un fuerte
dolor en todas las piernas llenas de vendas ensangrentadas. Olía a muerto,
pero aun estaba vivo. Ese cuerpo que anteriormente veía todos los días,
desagradable ya antes de lo sucedido, era ahora horrendo a sus ojos, era
por eso que ya no tenía espejos, para ya no verse, pero aun podía observar
sus piernas, eso lo alteraba hasta el grado que quitaba las gasas y trataba
de arrancarse con las uñas los trozos de carne quemada que se adherían
a sus huesos.
Los gritos se escucharon en el pasillo, dos
enfermeros corrieron y amarraron las manos de Mario a los lados de la cama,
dijeron que para que no se lastimara, le inyectaron sedantes y por varios
días no supo si estaba vivo o muerto, si dormía en el hospital o en casa
de sus padres, pero tampoco sentía el dolor que le carcomía las entrañas.
Los azules y violetas inundaban el cielo del amanecer. Como casi todas las mañanas Mario lo observaba como hipnotizado, extendía las manos fuera de la ventana queriendo atrapar aquellos destellos, pero la silla de ruedas no le permitía estirarse demasiado, decepcionado se empujó hacia atrás hasta detenerse en el filo de la cama, giró un poco y desayuno un jugo y pan tostado que había dejado su madre en la mesita de noche, cepilló su cabello y aun en pijama salió de su cuarto hasta la salita de televisión.
-Hijo, tu amiga Dora llamó anoche, pero ya estabas dormido.
-Ah, ¿y que quería?
-Saber como estabas y por qué no habías asistido a la fiesta de anoche.
-¿Y qué le dijiste?
-Que estabas engripado, pero que la verías mañana.
-Ok, gracias.
Mario empujó con los brazos la silla de rueda
hacia la puerta del jardín, abrió el ventanal y salió hasta donde el sol
lo cubriera, volteó para observar si su madre continuaba en la salita y
al darse cuenta de que ya no estaba, sacó un frasco de acetona de entre
sus pantalones y un pequeño encendedor de uno de sus calcetines, el cual
dejó en su regazo, abrió el frasco y se lo echó sobre la cabeza y los hombros,
tomó el encendedor y con el dedo dio vuelta rápidamente a la ruedita de
metal dando paso a una pequeña flama que acercó a la camisa incendiándose
casi al instante. Apretó las manos a los brazos de la silla, cerró los
ojos fuertemente y trató de no gritar.
yolanda gámez villalvazo
Guadalajara, México. |
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