contemplación
adán echeverría




            Tu mejor producto es esta preparatoriana que aún no cumple los quince. Es hermoso verla colgada sobre la cabecera. Su cuerpo no muestra señales de putrefacción después de cinco meses. Al sacudirle el polvo, que se cuela por la ventana del patio, creíste percibir que respiraba, y recuerdas el modo en que la conociste en la prefectura del colegio: reprendías a una niña dark por inhalar coca en los baños del gimnasio, cuando apareció con la nota del maestro consejero que le acreditaba la tutoría de su compañera. Las dejaste ir, atrapado en la estela de sus movimientos y aquella mirada intensa que decidiste conservar.

            Hoy la tienes al alcance de la mano, en silencio, brillosa, soberbia. La resistencia que pareció intentar su cuerpo fue apagándose con lentitud después de haberle inoculado esa mezcla de curare, alucinógenos y feromonas que con esmero has desarrollado en el laboratorio del colegio. Siempre te has esmerado en los compuestos con la firme intención de recrear los secretos de la alquimia que de niño poblaron tus lecturas. Para qué volver a casa a intoxicarse de soledad, si la química es un reto para tu inteligencia: te ayuda a compactar el tiempo de esta vida de recluso que has decidido imponerte. ¿Quién podría descubrir que la elocuencia de tus clases son la pantomima inventada para permanecer en el laboratorio? Ya tu madre veía en ti esa promesa de ciencia, y trató de cultivarla con libros: "después que leas la biblia y la vida de los santos, te doy éstos que conseguí de Julio Verne". Siempre tan piadosa. La escuchabas rezar toda la tarde mientras atrapabas ranas en los charcos del patio de casa. Cuando empezaban las letanías a la inmaculada, entretenías el asco descuartizando anfibios, desmembrándolos con paciencia.

            Tu escondite favorito era el ropero. Siempre que él llegaba, corrías a guardarte haciendo caso a mamá: no es que no te quiera, no sabe cómo tratarte, decía. Desde que fuiste conciente de la rutina de esconderse al entrar la noche, lograste percibir la transformación que aquel sufría en cada visita: preguntará que cómo estoy, ¿y tú?, ¿estás bien?, ¿te hace falta algo?, no me sirvas mucho que sabes cómo se me sube, sabes que no debería seguir viniendo, pero al tercer día no aguanto más sin verte; ven, siéntate a mi lado, acércate un poco princesa; ven, abrázame pequeña, ah, ah, ohh, ahhhhh... recemos a dios que perdone nuestras faltas, reza conmigo Rosario; reza, porque sabes que no debo tenerte, ¿por qué lo permites?, no debo seguir teniéndote, tengo que irme; ruega por nosotros, ruega por nosotros, ruega por noso... hijo, hijo, puedes salir, ¿quieres cenar?; y el burbujeo en el matraz Erlenmeyer justo a punto de ebullición.

            Tuviste que raptarla para consumir el miedo que de noche rasga ventanas y puertas en esta ciudad que desespera. Una vez a tu disposición, la amaste con todas las células, inyectando tu energía, tus silencios, al morder su carne. Estática, inmóvil, con la sangre hirviendo y la mirada retadora e incandescente, no tuviste problemas para poseerla sin amarras, sin usar la fuerza. La sustancia trabaja rápido aflojando músculos, desconectando los impulsos del cerebro para dominarlos. La oscuridad cerró los ojos incapaz de presenciar la consagración de carne virgen ante el acero. Del mismo modo en que los cerró cuando aún eras niño y tu madre llegó con el semblante descompuesto, hecha un guiñapo. Corriste a su encuentro, mientras caía de bruces sobre el camastro: aquel hombre de las visitas había muerto.

            No faltó quién culpara a tu madre y, por añadidura, se desquitaran contigo cuando atrevías los pasos a la calle. Los otros niños del barrio te regresaban a tu refugio a trompadas y escupitajos de escarnio: "hijo de puta, ¿estás listo para ser acólito, pinche maricón? ¿Acaso tu madre oficiará las misas ahora?" Con el tiempo lograste reducir las condenas en la mente para esta ciudad que quiere permanecer despierta y te mantuviste en las alcantarillas del desprecio.

            Recuerdas el aliento de tu madre al desangrarse en tus brazos. Aunque no logres dilucidar por completo el suceso -tantos años han pasado-, permanecen las palabras hirientes de la discusión. ¡Sólo tenía quince años! ¡¿cómo puedes juzgarme?! Nunca he estado seguro de lo que pasó. ¡Estabas ahí, fuiste testigo! Claro que estaba ahí, y lo recuerdo con nitidez, aunque desde lejos, cómo en otro plano, cómo un observador que siempre te ha contemplado. Puedo verte discutir con ella, te miro culparla de las injurias que recibes en la calle, te escucho preguntar por tu padre: "¿era él?", decías, "¿cómo intentas inculcarme fe, perdón y esperanza si te revolcabas con un sacerdote?" Puedo verte rompiendo la botella después de recibir la bofetada. ¡Mientes..., no es verdad! Cuando llegué estaba herida. Vi salir al asesino. Corrí tras él. Te equivocas, era yo quien corría tras de ti.

            Siempre has permanecido oculto, pero desde aquella noche comenzó tu peregrinar y aprendizaje. Entraste de mozo al colegio y, con dedicación y esmero, lograste llamar la atención del director para que te permitiera estudiar, siempre y cuando no descuidaras tus obligaciones. Desde la primera vez que entraste al laboratorio, supiste que eso era lo que querías. Te has esforzado el doble de lo que cualquier jovencito hubiera hecho. Pero te hiciste huraño, ganándote el respeto de los maestros, pero no la aprobación de tus condiscípulos, aunque te doblegara su desprecio, como hasta hoy.

            Con los años aprendiste a percibir cómo las colegialas abordan a sus hombres, indóciles a la furia de la iglesia y sus rituales de ceniza; y aunque te mantuviste esquivo a su caprichos, no podías soportar el desprecio a quemarropa que aventaban sobre los vitrales del templo al que comenzaste a asistir, para cumplir con el dicho de que las aguas siempre toman su nivel. "¿Qué podía hacer, si no refugiarme en otra religión?" Te involucraste con todas para escapar de la algarabía de ésas jóvenes inquietas que sitiaban tu mente. Todavía te veo llorar bajo la regadera, de rodillas, balbuceando, entre sollozos, el padre nuestro, mientras te limpias el semen de las manos. ¿Hallaste consuelo al introducirte a los apostolados, o al intentar compartir esa visión de la esperanza en la resurrección invicta?

            Pretendías enredar los días en círculos de seguidores de algún sistema filosófico, metodista, evolucionado, con tal de alejarte de las mujeres. Pero la abstracción de ideas no cambia la sensación picante del cerebro: miedo a la intemperie de violencias: de la carne, del deseo, de la noche. Confiesas la persecución de las miradas. Miradas como buitres que intentan picotear la calma. Sabes que sólo muy dentro de la sombra encuentras alivio. Estas conciente que tenía que llegar este día.

            El dolor que esparce sus pupilas intenta arañar la piel. A ratos incendia de estertores al asimilar la mezcolanza. Inyectas la dosis final en el cuello: los músculos adquieren rigidez. Desde un rincón has arrastrado dos postes que colocas al centro de la habitación. Ella, todavía conciente, con su mirar soberbio traza en el aire la fuerza del espanto. Esa mirada que se alarga abarcando el espacio del encierro. Descubre paredes vacías, blancas, los pisos limpios. De frente una mesita coronada por una biblia abierta que oculta la foto de tu madre. En el costado opuesto, hacia la derecha, una ventana: la ruta de escape..., pero... se confirma inválida.

            Nervioso, como siempre que una mujer se te ha acercado, palideces. Pero ahora la tienes quieta, callada, sin riesgo que se aleje, te rechace. No como esa maestra, que cuando ibas a besarla comenzó a reír y dijo: "no puedo seguir con esta broma", y añadió gritando: "¡salgan todos, he ganado la apuesta!", y salieron tus compañeros de cátedra en medio de burlas. Esa mujer que ahora alimenta las flores del jardín. Una madrugada aprovechaste practicar el sueño que has ido armando con dedicación. Era la oportunidad del primer ensayo. Todo salió mal: el compuesto no funcionó y al primer clavo quedaste bañado en sangre. Tuviste que desmembrarla como a las ranas de la niñez. Conoces tan bien el colegio que no tuviste problemas para desaparecer su archivo de la dirección, no sin antes lograr que grabara su voz en la contestadora del rector, explicando la necesidad de irse con urgencia a cuidar a su madre. Perfeccionaste el sueño utilizando algunas callejeras. Nada podía fallar. Eras conciente de que sólo tendrías una oportunidad de poseerla.

            Y lo has conseguido. La tienes a tu disposición. Vas acercándote y ella, inmóvil, te mira suplicante, con ternura. Le acaricias la mata de pelo negro desplegada sobre los hombros. Juras que la cuidarás, que el tiempo no afectará su carne, su hermoso rostro aceitunado.

            Cada noche, sumergido en sacrificios, oraciones, lágrimas, le prometes pulir su cuerpo, mantener esa tonalidad de piel que te han hecho escogerla y adorarla desde que la viste en la prefectura: pulcra, saludable y llena de gracia. Por fin, ella va a ocupar el sitio que merece: para contemplarla siempre y rogarle que bendiga los rituales de abandono a que te sometes. Ella será tu diosa y proclamarás los milagros de su carne.

            Acomodas los maderos, enciendes incensarios: el humo repta en la piel y se introduce a los pulmones. Es hora de acabar los traumas, diluir las pesadillas, alejar pensamientos que agobian el espíritu por esta decadencia en que la ciudad se ha hundido, este olvido en los rincones al que te han arrojado. Ella será el instrumento de tu salvación.

            Desvanecida, la extiendes: vas tallando con aceite el cuerpo inmóvil, esculpes las facciones del rostro. Aplicas el ungüento que has creado. En cuestión de minutos los órganos internos quedan secos, deshidratados, pero los músculos no pierden forma. La piel adquiere consistencia coriácea, tersa, fina.

            Extiendes sus brazos y expones la palma de la mano derecha. Escoges el punto exacto y asestas un golpe limpio. Con lentitud te arrastras por su cuello, embarras el cuerpo sobre el de tu pequeña: Oh diosa, oh diosa, te necesito... sálvame... Saboreas las clavículas en la lengua y continúas hasta extender el otro brazo. Clavas una y dos veces, no corre sangre, ni una gota.

            De rodillas contemplas tu obra, la disfrutas. Sientes en el pecho disolverse la angustia, crecer la calma de los nervios. Con la mirada atenta a su rostro, modificas las facciones hasta obtener esa mueca de ternura que te brinda paz. Recorres las piernas estáticas, un pie sobre otro, clavas una, otra y otra vez; pones cuidado en que los huesos sigan intactos y que el cuerpo se encuentre bien sujeto. Pasas una cadena por las argollas que has fijado al madero horizontal, tiras de la palanca y tu crucificada se eleva. Con cuidado la manipulas para situarla sobre la cabecera de la cama, donde has colocado esa base de concreto junto a tulipanes negros que cultivas en tu jardín. Retiras la cadena, apagas la luz artificial. Permites que se filtre el día a través de las cortinas: amanece y, rosario en mano, te arrodillas para rezar maitines, por vez primera, a tu Cristo hembra.





adán echeverría
México.
Mesa de Redacción y Diseño de la Revista Literaria: Navegaciones Zur, que se edita en Yucatán. Esta revista obtuvo el premio Edmundo Valadés a revistas independientes en 2003.