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Elias Canetti 1905-2005
josé maría pérez gay
A principios de septiembre de 1971 conocí a Elias Canetti. Le había escrito dos cartas desde Berlín Occidental con el entusiasmo de un joven lector de veintisiete años que deseaba traducir sus libros al español. Canetti era por ese entonces un escritor para escritores, un writer´s writer prácticamente desconocido en el mundo de habla hispana. Mi amiga, la señora Ursula Caspar, de la Editorial Hanser, obtuvo la entrevista y me avisó que Canetti llegaría en esos días a la ciudad de Munich. Ursula me indicó el lugar de la cita: un restaurant en el barrio de Schwabing, en la Keferstrasse. En la primavera de ese año, Elias Canetti había publicado la segunda colección de sus apuntes, diarios y notas: "Toda esta admiración dilapidada. Apuntes", 1949-1960 (Alle vergeudete Verehrung, Aufzeichnungen). En esa época comencé a traducir sus ensayos, apuntes y fragmentos, y a publicarlos en La Cultura en México, suplemento de la Revista Siempre!, que dirigía entonces Carlos Monsiváis.
Canetti era un hombre pequeño, de una gran cabeza, cabello muy tupido, ojos singularmente vivos, bigotes entrecanos, de manos largas y finas, y una voz rica y sugerente. Me gustó su sencillez, su alemán claro y sin afectaciones, con un leve acento austriaco, que contrastaba con la solemnidad de mis profesores alemanes en la universidad. Me sorprendió además su conocimiento de la literatura del Siglo de Oro español; su admiración por Quevedo y su pasión por Cervantes, sus lecturas de Jorge Luis Borges y Juan Rulfo. Nuestra comida se prolongó más de dos horas. De regreso, en el hotel, hice un ejercicio de memoria y escribí nuestra conversación. La dejé en el cajón durante muchísimos años; ahora, treinta y cinco años después, la transcribo en este libro sin modificar nada. A lo largo de esos años nos escribimos unas cinco o seis cartas Esa tarde le pregunté entre otras cosas por qué --el novelista Horst Bienek ya se lo había preguntado-- la palabra fascismo o nacionalsocialismo nunca aparecía en su libro Masa y poder.
--Perdóneme, pero Masa y poder no es otra cosa más que una investigación sobre las raíces del nacionalsocialismo. No me canso de repetirlo. Ese es el sentido de la obra --me respondió mientras bebía una copa de vino. Durante veinte años me prohibí todo trabajo literario, concentré todas mis fuerzas en esa dirección: entender lo que sucedió entre 1933 y 1945 en Alemania. Las notas, que ahora se reunieron bajo el título de Toda esta admiración dilapidada, son un trabajo secundario. Lo que menos importa es si la palabra facismo aparece o no aparece. Las quinientas páginas de la obra no tratan sino del nacional socialismo, de su nacimiento y su perdición.
--¿Perdición?
--le pregunté.
--Sí, la paranoia
fue su perdición, ¿no le parece?
Canetti siempre
respondía con una pregunta. En ese momento no le entendí. Me pareció una
afirmación excesiva, sin pies ni cabeza. Seguí atormentado a Canetti y,
de acuerdo con mis lecturas y los intereses de la época, le pregunté por
qué tampoco aparecían los nombres de Marx y Freud.
--Nunca creí que el origen del hombre fuese el trabajo, como lo ve Marx --dijo--. Puedo equivocarme, pero siempre me ha parecido que el origen del hombre se encuentra en nuestra capacidad de transformación. Hablo de una época prehistórica, que no podemos estudiar ni comprobar de acuerdo al uso de ciertos instrumentos etnográficos --dijo Canetti--. Creo que el hombre es la criatura con la capacidad de transformarse par excellence. Estoy convencido de que llegamos a ser hombres cuando nos transformamos en los animales que nos rodeaban. Por esa razón, me parece que cada individuo es una suma de cualidades, y que cada una de esas cualidades tiene su origen en la milenaria capacidad de transformación. Nuestra capacidad de transformación es, quizá, la virtud principal de los seres humanoss. No hay mejor testimonio de ella que la literatura. La literatura es una forma de la defensa propia. Nunca ha sido un ultimátum sino una mano tendida. El escritor confía y quiere creer en los otros hombres. La literatura es el antídoto contra el veneno lento de los especialistas, esa tribu que sabe cada vez más de cada vez menos, esa tribu que extermina la capacidad de transformación de los hombres.
Hablamos también
de Viena, de su cultura y su historia. En 1971, Viena no era un tema de
interés, ni una moda internacional como lo fue más tarde, a principios
de los ochenta. Canetti me dijo entonces:
--No soy austraico.
Mis padres eran judíos españoles. Nací en Rustschuk, en Bulgaria. He vivido
en muchas ciudades de Europa, ahora vivo entre Zürich y Londres. Sin embargo,
me considero un escritor austriaco; los personajes de mis obras de teatro,
por ejemplo, son vieneses: todos hablan dialecto vienés.
¿Piensa regresar
algún día a Rustschuk?:
--Para toda
persona existe algo sagrado --pero no en un sentido religioso --soy agnóstico--,
sino en un sentido esencial. La ciudad donde nací es para mi lo sagrado,
una imagen que guardo desde hace muchos años en la conciencia; con otras
palabras, Rutstchuk es la profecía de la memoria. Si regresara temo destruir
esa imagen sagrada, extraviar la profecía. Ese temor me impide navegar
el Danubio, río abajo. Por lo demás, la literatura es la única manera de
rescatar el pasado.
--Al leer su novela Auto da Fe tuve la impresión de que se trataba de una metáfora poderosa del peligro de la masa en nosotros mismos; ¿no existe también en la novela un ataque directo contra la razón pura? --le pregunté.
--La novela
ofrece muchas perspectivas, la mayor parte ni siquiera se ha visto. Los
críticos literarios ingleses han subrayado el ataque a la razón pura, no
me parece el más interesante.
--Auto de Fe mereció en 1935 comentarios elogiosísimos de Thomas Mann, Hermann Broch y Alban Berg; sin embargo --me atreví a decirle--, no fue un éxito editorial.
--En esa época veía las cosas de otra manera. Los prosistas que más he admirado y admiro, Franz Kafka y Robert Musil, contaban entonces con muy pocos lectores. En cambio, otros escritores que despreciaba y desprecio profundamente, cuyos nombres prefiero callar, llegaron a ser lo que se ha dado en llamar best sellers. Me importaba el juicio de los hombres que admiraba y admiro, los lectores críticos y atentos.
Seguimos conversando
con el café. Hablamos de la traducción como de un género literario. Para
mi gran sorpresa, Canetti sostuvo que la traducción de la prosa era, para
un escritor, una suerte de emboscada, una forma de no arriesgar nada. El
escritor que traduce se esconde, no se atreve a decir su nombre. "El
que traduce poesía se encuentra", dijo, "en otra dimensión, el
lenguaje es aquí una forma y un ritmo". El traductor de prosa es el
más temeroso de todos los escritores, siempre se queda atrás.
--A principios de los treinta, me hacía falta dinero y traduje tres novelas de Upton Sinclair para una editorial de Berlin, se llamaba Malik Verlag, los dueños eran mis amigos; desde entonces juré no volver a hacerlo. Ahora, no debemos ser tan radicalmente injustos --me dijo--, sin los grandes traductores no existiría la literatura universal. Hablo sólo de los escritores que se dedican a la traducción. El traductor es alguien que se mueve en espacios conocidos. Nunca está solo, camina por un parque natural, por campos muy bien delimitados. Las palabras se dirigen a él como si fuesen personas, y le dan los buenos días. El camino está indicado y es muy difícil que se pierda. Debe creer en lo que le dicen y no puede dudar. El traductor no tiene el don de la mirada que lo penetra todo, no puede ser agudo ni penetrante ni, mucho menos, profundo. Sería un loco furioso si perdiera la confianza. Todos los dominios están señalados de antemano.
-- Con la ingenuidad
de mis veintisiete años, le pregunté: ¿Qué lugar tiene el escritor en un
mundo como el nuestro? .
--En esta atmósfera
de litigios y denuncias, de ataques y contraataques --me dijo-- el escritor
es el albacea de nuestra milinaria capacidad de transformación; es alguien
que está solo, se va alejando de todo, y luego comienza a dar saltos en
el vacío. En esos saltos se hace su camino.
Nueve años
después, a finales de 1978, una tarde de otoño visité a Elias Canetti en
su apartamento de la calle de Am Rönhof, en Zürich. Había cambiado. Su
cabello y su bigote ahora eran blancos, tenía 77 años de vida; la mirada
revelaba un cansancio crónico, había subido unos kilos de peso y me dio
la impresión de estar enfermo. No sé por qué caímos en el tema de la guerra
fría, la Unión Soviética y los Estados Unidos. Canetti me dijo:
--No hemos
salido del horror de la última guerra; por cierto, una guerra que duró
30 años (1914-1945). No creo que los muertos hayan logrado enterrar a sus
muertos: cincuenta millones de cadáveres cubrieron la tierra. Hubo cerca
de cuarenta millones de heridos, mutilados, dementes. Y todos los sobrevivientes
resentirán la huella de esos años hasta el fin de sus días. Toda convención
humanitaria fue violada: genocidio científico, la tortura, los bombardeos
y el ataque a poblaciones civiles. El absurdo del mundo se reveló como
nunca antes durante esos días. La humanidad se da un ultimatum a sí misma
con las armas nucleares. ¿Los hombres luchan entre sí por instinto: pelean
y se destruyen por dar un sentido a la existencia que no tiene sentido,
un objeto a la esperanza que no tiene objeto? Creo que nunca nos restableceremos
de la última guerra, el delirio de sobrevivir acabará, quizá, con nosotros.
Vea usted, por ejemplo: el subsuelo del poder soviético está lleno de tumbas,
y su identidad se nutre de haber sobrevivido a una de las más extensas
nóminas de víctimas que alguien haya exterminado, internamente, en la historia
política del siglo XX. Más víctimas que los exterminados por los nacionalsocialistas.
El macabro poder de los muertos será el límite del socialismo científico.
¿No le parece una broma macabra el concepto de "socialismo científico"?
Esa tarde me acompañó a la entrada de su edificio, me dijo "adiós"
en español, no volví a verle.
A principios de la década de 1980, en Bajo el signo de Saturno Susan Sontag escribió que ningún escritor había luchado tanto contra la muerte como Elías Canetti. La apreciación de Sontag dió en el blanco: la muerte es una obsesión central en su obra. En el libro La conciencia de la palabras, Canetti enumera los temas de los diarios que nunca publicó: " Por último, el tema más obsesivo en mis diarios secretos es el tema de la muerte. La muerte que no puedo reconocer, aunque no la pueda rechazar. La muerte que debo buscar hasta el último resquicio, para destruir su persuasión, su falsa grandeza". La rebelión radical contra la muerte tiene tanta importancia como la masa y el poder. En el discurso que pronunció con motivo de los cincuenta años de Hermann Broch, Elías Canetti escribe que la muerte es el hecho primordial más antiguo y posiblemente el único: " Mientras exista la muerte, todo conjuro es una contradicción ". La muerte aparece siempre como una solución radical; sin embargo, su esclavitud es la esencia de toda esclavitud. La gran audacia de nuestras vidas consiste en odiar a la muerte. La rebelión contra la muerte es, para Canetti, la única justificación de su vida.
A los 80 años
de edad, Canetti escribió:
Toda muerte
es odiosa; la de cualquier persona tanto como la nuestra. Ningún ser humano
debió morir, todo desceso es un duelo. Nada más cruel que la muerte de
otro, nada más increíble que la frase " ese hombre murió a tiempo".
Hacia 1960, Canetti escribió " Sólo puedo ser amigo de las personas
que no quieren aceptar la muerte" Por supuesto, Canetti arriesgaba
todo su carácter y su orgullo para luchar contra la idea de que la muerte
es una redención; en realidad, le aterraba llegar a convertirse con la
edad en uno más de los que elogian el poder redentor de la muerte. Desde
esa perspectiva, la muerte provoca la más profunda contradicción entre
los hombres, los vivos y los muertos.
"Nunca
afirmar que alguien está señalado por la muerte", escribe Canetti,
"escribirlo sería un pecado". El ímpetu que define el carácter
sagrado de la vida corresponde, en sentido estricto, a la prohibición de
insinuar su decadencia. La muerte no debe verse en la vida, y donde pueda
aparezca el lenguaje debe rechazarla. Ese silen cio marca la diferencia
entre la vida y la muerte, allí dónde parece capaz de superararla. Canetti
niega nuestra impotencia ante la muerte, no es, dice, algo inherente a
la vida y, sobre todo, insiste en el poder de la sobrevivencia.
El cristianiasmo es un retroceso ante la fe de los antiguos egipcios, dice Canetti, porque acepta la decadencia del cuerpo y, al imaginarse esta decadencia, lo vuelve despreciable. Después inventa el dogma de la resurrección de la carne como un consuelo trivial para sus creyentes. En realidad, el embalsamamiento es la verdadera gloria del muerto mientras no sea posible despertarlo de nuevo. Desde su juventud, Canetti rechaza la idea de la reencarnación de las religiones orientales. En La lengua salvada, recuerda que nunca fue, para él, una tentación la promesa de una vida después de la muerte. Refractario a la multiplicación de la muerte en la idea de la reencarnación, la promesa del antiguo Egipto y su religión de la muerte, sin embargo, la encuentra maravillosa, y hace una excepción cuando escribe: "Hace posiblemente 120 generaciones o más que vivo entre egipcios. ¿Desde entonces los he admirado?"
"¿Por
qué despierto tanto odio en los hombres cuando ataco a la muerte? ¿Están
acaso encargados de su defensa? ¿Conocen también su propia naturaleza asesina
que se sienten ellos mismos agredidos cuando ataco a la muerte?"
Todo recuerdo
de los muertos es un solapado intento de revivirlos; al parecer nos preocupamos
más por revivirlos que por mantenerlos con vida. Canetti se empeñaba en
ver a la literatura como una lucha implacable contra la muerte: el hecho
supremo. Mientras exista la muerte, toda expresión será una protesta contra
ella, " toda luz será fuego fatuo, pues a ella conduce. Mientras exista
la muerte, nada hermoso será hermoso y nada bueno, bueno". La brevedad
de nuestras vidas nos convierte en malvados, y cada muerte nos vuelve más
perversos. Si no existiera la muerte no conoceríamos el fracaso. Si no
existiera la muerte intentaríamos reparar una y otra vez nuestras culpas
y miserias. Por el contrario, desde muy temprano tenemos conciencia de
nuestra condena a muerte, de su insoportable injusticia.
--Somos infames
y mezquinos, porque sabemos que vamos a morir --decía Canetti--. Seríamos
peores, si supiéramos cuándo.
En su obra de teatro Los emplazados la gente sabe cuándo va a morir. Canetti describió un mundo en el que cada individuo sabe la fecha de su muerte, sus nombres son las cifras correspondientes a ese plazo: el joven Diez o la vieja Noventa y cinco. Sin embargo, la persona que revele la fecha de su muerte será considerada un criminal. Todos llevan la fecha de su muerte en una cápsula que cuelga del pecho, las autoridades de la vigilancia, dirigidas por el capselan, controlan de modo tiránico el imperio de la libertad simulada.
--Cada zapatero miserable es, entre nosotros, un gran filósofo, porque él sabe cuándo va a morir. Puede dividir exactamente el tiempo de su vida-- dice un personaje de Los emplazados--, planear sus cosas sin miedo y estar seguro del espacio de su tiempo. Cualquiera está tan seguro de sus años como está seguro de sus piernas.
El capselan es un sacerdote que administra la muerte. Y Canetti siente un gran desprecio por este personaje como siente un gran desprecio por todos los sacerdotes, los que no pueden recobrar a los muertos y, en su lugar, quieren consolidar sus iglesias con ayuda del miedo de los vivos. Muy pocos autores de nuestra época han investigado el tema inagotable de la fe y la religión tan profundamente como Elías Canetti lo hizo durante los últimos sesenta años. Y muy pocos repudiaron con tanta energía cualquier consuelo o transfiguración religiosa ante la muerte. Los antiguos dioses también murieron, y su desaparición transformó a la muerte en algo más arrogante. El secreto del Dios judeo cristiano radica en que, si bien no puede salvar a los hombres de la muerte, nadie puede darle muerte. Las religiones, nos dice Canetti, borraron las huellas del odio a la muerte. Se han transformado en religiones de lamentación como el cristianismo, que llora la pérdida de su redentor y sanciona la muerte. Se han transformado también en religiones de guerra como el islam, que ordena asesinar sin piedad. Ante la muerte masiva de la última guerra Dios es, para Canetti, también culpable. No le es difícil imaginar que un día se levanten las víctimas de sus fosas comunes, acusen al Dios único en todas las lenguas y le retiren su calidad de árbitro de la condición humana. Dios es un error que oculta su fallida creación.
Y su creación
es fallida porque Dios no nos impide asesinar: porque nuestras pulsiones
asesinas son, quizá, inseparables de nuestra condición. Nuestra historia
es la historia de los asesinos. Por esa razón Canetti odiaba a la historia,
aunque nunca dejó de estudiarla. " Esta historia, que consiste sobre
todo en crueldades diabólicas --¿Por qué la estudio yo que nada tengo que
ver con sus crueldades? Torturar y matar, matar y torturar, siempre leo
lo mismo de mil maneras, siempre leo lo mismo-- sin los números de los
años, que se clavan como alfileres, las crueldades serían las mismas ".
El eterno retorno de la barbarie: matamos con placer, matamos de preferencia
en la masa y las jaurías, que viven sedientas de sangre. El asesinato dentro
de las masas es irresistible, un sucedáneo del crimen perfecto. El linchamiento
y las ejecuciones públicas han sido sólo los ejemplos más espectaculares
de los asesinatos masivos. El asesino está al acecho dentro de nosotros
mismos .
Todos somos,
nos dice Canetti, asesinos virtuales. Sin embargo, las guerras se hacen
por su propia voluntad. Mientras no entendamos la dinámica de esa férrea
voluntad nunca lograremos acabar con las guerras. El placer de asesinar
durante una guerra es un placer estúpido y peligroso, un enemigo muerto
no nos revela nada más que su muerte. En la guerra nos comportamos como
si tuviéramos que vengar la muerte de todos nuestros antepasados.
Matar es siempre
asesinar --dice el novelista húngaro György Konrad . La moral social siempre
tiene argumentos para obligar a los demás a matar o morir. Los que mataron
a más individuos fueron los fundadores de imperios, después, los defensores
del Estado, a continuación, los guerreros de luchas de liberación: los
asesinos de derecho común ocupan el último lugar de la lista. Si sentimos
miedo, recurrimos a la multiplicación de armamentos. Sienten miedo, dice
Canetti, por esa razón se arman hasta los dientes: la guerra es en exceso
humana. De la naturaleza de nuestra condición se desprende el hecho de
que la muerte del hombre por el hombre nos emociona más que cualquier otro
acontecimiento. Junto a la prohibición de matar, aparecen el deseo y la
compulsión de infringir el tabú. Moisés trajo del Sinaí el madamiento de
no matar, pero cuando vio que el pueblo adoraba al becerro de oro mandó
exterminar a los idólatras.
La prohibición
absoluta de matar a un ser humano debería ser el axioma de cualquier ética
coherente, decía Hermann Broch. Elías Canetti recogió el axioma del novelista,
porque sabía que ese tabú era el único principio sólido. A finales del
siglo XX, los conceptos sociales (la defensa de la la patria, por ejemplo
) están hechos de arcilla y pueden pasar por murallas, pero no son adecuados
para cimientos. El auténtico protagonista de las luchas sociales es la
víctima que, al morir, deja de ser un ente colectivo. Sólo la víctima sabe
cómo son las cosas, los demás se embrutecen y se hunden en la locura. Los
hombres astutos andan siempre en busca de pretextos morales para buscarle
la vuelta a la prohibición de matar. La justificación moral del asesinato
del déspota no modifica en absoluto el axioma brochiano " nadie tiene
derecho a matar a nadie, ni siquiera al tirano".
Si está prohibido
matar a los otros, entonces la instancia más alta es la conciencia individual.
Ni la Iglesia ni el Estado, ni el partido ni la empresa, ni la familia
ni el grupo guerrillero pueden imponerse a ella. ¿Cómo proteger a los inocentes
de los imbéciles contumaces? Hay que protegerse de los abusos del poder
como uno se protege de los incendios y de las inundaciones. Tal prevención
de la catástrofe, nos dice Canetti, es la antipolítica que, por su propia
naturaleza, es lo que se opone a la violencia. Los civiles se resisten
a la idea de que los hombres armados puedan matarlos. No pueden arrebatarles
las armas, pero pueden arrebatarles la buena conciencia, la justificación
íntima y convencer a los indecisos para que no se pongan al servicio de
la violencia. Todos somos cómplices del asesino que nos habita, nos dice
Elías Canetti, pero cabe la posibilidad de ir denunciando gradualmente
tal complicidad. Podemos retirarnos del mundo de la violencia sin abandonar
nuestra propia presencia en el mundo --si tenemos un poco de suerte.
Todos llevamos
dentro a un asesino: unas veces lleva la máscara del soldado de la libertad,
otras, la del rey filósofo. Al monstruo le encantan las máscaras. "El
humanista es aquel que tiene la opinión menos optimista posible de la humanidad.
Los hombres, dice György Konrad, son mayoritariamente estúpidos. No resulta,
pues, asomobroso que la mayoría de los que pueden provocar una guerra sean
también estúpidos; y tales hombres no dejan de asegurar que se afanan por
impedirla. En nombre del equilibrio del terror, de la carrerra de la mutua
disuasión, con ayuda de una retórica moralizante, vamos avanzando hacia
nuestro sueño invernal y eterno".
Los guerreros
disimulan su estupidez y la angustia que de ella nace mediante una falsa
seguridad ideológica en la lucha. El nacionalsocialismo alemán es el mejor
ejemplo de semejante incertidumbre interior, que la glorificación de la
violencia disfraza de lucidez. Neoprimitivismo beligerante, sueño imperial,
sumisión absoluta de los gobernados, ceguera de los ejecutantes; servilismo
provinciano. El eterno consuelo de los canallas, decía Canetti, es que
siempre pueden conseguir que las demás personas se conviertan en unos asesinos,
porque en el fondo saben que la muerte es el último límite que nadie desea
traspasar.
Para Canetti casi todos los filósofos contemplan la muerte como si ella estuviese desde un principio en nuestras vidas. No soportan --escribe-- ver a la muerte al final, sino que la convierten en la compañera íntima de nuestras vidas. Hacia 1927, Martin Heidegger vio en su obra Ser y Tiempo: la vida del ser humano como un ser para la muerte, no entendió que le daba más poder a la muerte del que en realidad tenía. Los filósofos nos dicen que la vida es ir muriendo y, al afirmar la hegemonía de la muerte, le restan fuerza a la vida, el único tesoro que tenemos. De este modo evitan la única lucha que vale la pena, la lucha contra la muerte. Nuestros filósofos declaran sabiduría lo que es una rendición incondicional, nos convencen de nuestro propio temor. Los cristianos no lo hacen de un modo más inteligente. Ellos han envenenado la esencia misma de su fe, que nutría su fuerza de la superación de la muerte. Toda resurrección de Jesús en los evangelios sería, según ellos, irreal y absurda. ¿Muerte dónde está tu aguijón? ¿Sepulcro dónde está tu victoria? No hay ningún aguijón, nos dicen los filósofos cristianos, pues la muerte estuvo desde siempre allí, desde nuestro nacimiento. La muerte es, para ellos, el gemelo siamés de la vida.
Los filósofos nos entregan a la muerte como si fuera una sangre invisible que corriera por nuestras venas, la sombra secreta de la verdadera que se renueva sin cesar para darnos la vida. Por ejemplo, la pulsión de muerte en Sigmund Freud no es sino un descendiente --afirma Canetti-- de las doctrinas filosofícas más oscuras y antiguas, pero a su vez más peligrosa que ellas, porque se disfraza de términos biológicos, de concepción científica del mundo. Esta psicología, sin temple filosófico, vive de sus herencias más oscuras.
Los estoicos
contemporáneos superan la muerte por la muerte misma. La muerte, que ellos
mismos se causan, no les puede hacer daño, por esa razón no le temen, como
si se cortaran la cabeza --escribe Canetti-- para no sentir la jaqueca.
Por último, los filósofos del lenguaje, Wittgenstein por ejemplo, que relegan
a la muerte al espacio etéreo de la metafísica. Sin embargo, aunque la
muerte haya ingresado al mundo de la metafísica oficial, sigue siendo el
hecho más antiguo: más incisivo que cualquier lenguaje.
Cuando hablamos
de la vida y de la muerte pasamos por alto el hecho de que la muerte no
siempre fue vista como algo natural. Se ha convertido en algo natural durante
los dos ultimos milenios de nuestra historia --nos alerta Canetti--. Ahora
sabemos que en la prehistoria la muerte no era algo natural, sino que en
muchas culturas toda muerte significaba un asesinato.
Canetti nos dice que existe un triunfo efímero sobre la muerte: el triunfo de la sobrevivencia. El descubrimiento del sobreviviente, y su moral infecciosa, es el más importante en Masa y poder. El triunfo y la sobrevivencia se confunden: estar vivo significa tener el éxito más elemental. Sin embargo, sólo después de una larga guerra sobrevivir trae consigo la sensación de ser un elegido de los dioses. Mientras los otros cayeron muertos, el sobreviviente está de pie, porque es más fuerte y tiene más vida.
El instante de la sobrevivencia es el instante del poder. Las personas que entendieron mejor las estrategias de la sobrevivencia han sido las que tienen un lugar más seguro en la historia, vale decir: los poderosos. Los poderosos que envian a los enemigos a la muerte, los que odian a los otros sobrevivientes, los que logran mantener a la muerte a distancia, los que nunca pueden saciar su hambre de sobrevivencia. Ahora bien, no sólo los poderosos saben que sobrevivir es triunfar, sino también todo individuo que no haya muerto, toda persona que camine por un cementerio.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, durante las celebraciones tumultuosas de la victoria en Inglaterra, Canetti vio aterrado que la sensación abrumadora del triunfo empezaba a invadir a todos los individuos. Si existiera una nueva moral, ella debería consistir en el rechazo del triunfo, en la demolición del orgullo de sobrevivir a los otros. Hermann Broch, el novelista austriaco más crítico y acerado, en su libro El delirio de las masas, argumentaba desde siempre que los aliados debían demoler esa sensación todopoderosa del triunfo como si fuese la primera y más importante tarea de la posguerra de las democracias occidentales. La tarea era casi imposible:
"Lo único
que uno no puede ni debe ser es un triunfador. Sin embargo, todos somos
triunfadores desde el momento --escribe Canetti--en el que hemos sobrevivido
a cualquier persona que conocimos bien. Triunfar es sobrevivir. ¿Cómo solucionar
el dilema? El círculo cuadrado de la moral: ¿debemos seguir viviendo y
no ser triunfadores?
Si una nueva moral llegara a cancelar el orgullo de sobrevivir a los otros, la vida sería entonces una especie de santidad desesperada, porque nadie nos puede decir nada sobre el más allá ni, mucho menos, sobre la inmortalidad. Una vida demasiado larga encarnaría, sin duda, nuestro mayor deseo. Canetti ha imaginado entonces un mundo en el que los individuos tienen doscientos o trescientos años de edad. Sólo podemos esperar que una vida más larga nos vuelva mejores, porque su brevedad nos ha convertido en sobrevivientes. Acaso entonces desapareciera nuestra sed de venganza. Nadie ha pensado las consecuencias racionales de un mundo sin la presencia de la muerte. Nadie puede decirnos nada tampoco sobre lo que los individuos pensarían en un mundo sin la presencia de la muerte. Ante la rebelión actual contra la muerte, la santidad desesperada de la vida se encuentra ya entre nosotros: "Me he vuelto más tolerante con las personas que amo --anota Canetti. Las vigilo menos y les tolero más su libertad. A ellos hay que decirles: si se lanzan a la vida, hagan lo que mejor les parezca, pero no asesinen". La nueva santidad de la vida encuentra en toda esta admiración dilapidada de Canetti, su expresión más inteligente.
Hay en Canetti
una devoción permanente por la brutal sencillez de los hechos: un don del
estilo, de la inteligencia, de la moral. Su estilo posee una belleza lapidaria
y una sobria claridad. Le debe a Stendhal la profunda convicción: si toda
persona pudiese vertirse por escrito, llegaría a ser un escritor tan apasionado
como insustituible y enamorado del placer de su propia transformación.
Al interpretar la realidad literariamente, sin la ayuda de sistemas filosóficos
o de teorías científicas, Canetti vuelve ilimitado el campo de nuestras
diarias transformaciones. Al igual que Robert Musil, Canetti piensa que
la literatura es una lucha contra la idea de que existen modos de vida
estáticos que configuren un orden seguro y estable: la libertad de la imaginación.
Algo nuevo llegó al mundo con Franz Kafka --dice Canetti-- una sensación más exacta de su fragilidad, que no se finca en el odio, sino en el temor y respeto a la vida. La unión de estas certezas --fragilidad, amor y respeto-- es única e irrepetible. Ningún escritor nos ha redimido tanto de la venganza como Kafka, ningún escritor supo escapar al dominio de los otros: el orgullo de ser un sobreviviente.
El 7 de julio de 1984, Elías Canetti me escribía: "Acaso sea imposible escribir una autobiografía al final de una larga vida. Para entonces hay demasiadas cosas y uno debe darse por satisfecho con la opacidad de las enumeraciones. No sé si pueda reunir la energía que necesito para concluir el proyecto". A partir de los años setenta, Canetti estudió la biología contemporánea sólo para confirmar que los límites de la muerte biológica se ampliaban cada día más, y que los hombres podían vivir más tiempo. En nuestros días, el descubrimiento del genoma humano parece confirmar esa hipótesis. Se trata de entender --decía Canetti-- que los hombres pueden morir cuando quieren, no cuando deben o se les impone una larga enfermedad.
Según una de las leyendas más antiguas en nuestra memoria colectiva, si somos capaces de contar historias a los enfermos podremos curarlos o, quizá, rescatarlos de la muerte. El poder curativo de una narración es ejemplar: un hombre mudo es inconcebible, la palabra nos revela el mundo y termina por revelarnos el verdadero enigma: nosotros mismos. Esta creencia fue precisamente el punto de partida de la autobiografía de Elías Canetti: "Durante la enfermedad de mi hermano Georges, el menor de nosotros", nos cuenta Canetti, "decidí escribir para él la historia de nuestra infancia. Acaso el relato pudiese salvarlo de la enfermedad, así se lo dije meses antes de su muerte. Por desgracia, Georges ya no la pudo leer: la historia se llama La lengua salvada. Le dediqué el libro a mi hermano, porque sin él no existiría".
Desde la más
temprana infancia, Canetti inventó historias. A los seis años de edad,
el niño que había emigrado con sus padres de Rustschuk, Bulgaria, a Manchester,
Inglaterra, el que luchaba por aprender inglés, un idioma distante y ajeno,
pasó muchas horas conversando con los círculos oscuros y multiples de los
tapices de la pared, pues siempre se le figuraron personas que le preguntaban
sobre muchas cosas. Por esos días, nunca se cansó de hablar con el mundo
y la gente de los tapices.
El 8 de octubre
de 1912, Elías Canetti presenció la muerte de su padre, un suceso que cambiaría
toda su vida. Jaques Canetti se derrumbó una mañana durante el desayuno,
leyendo el periódico. Una hemorragia cerebral acabó con su vida a los treinta
años. A partir de entonces Canetti nunca pudo aceptar la existencia de
la muerte. Esa mañana su padre leía el "Manchester Guardian"
y sus ocho columnas anunciaban la declaración de la guerra en los Balcanes.
Unos cinco años después, en el camino a la escuela cantonal de la Ramistrasse, en Zürich, Elias Canetti inventa historias sobre la guerra, más exactamente, sobre la superación de la guerra. Historias extrañas para un niño: "los países que deseaban la guerra debían ser escarmentados, es decir, tenían que ser conquistados tantas veces como fuera necesario", escribe Canetti, "para que finalmente desistieran de su empeño". Lo que más llama la atención es que en esas batallas los muertos siempre resucitan, los soldados caídos vuelven a la vida. Pero no es nada fácil, hay luchas interminables, amargas, duras y cada vez más nuevos inventos y astucias inauditas. Sus dos hermanos, Nissim y Georges, se quedan estupefactos cuando todos los cadáveres, los de los malos incluso, resucitan en el campo de batalla. "Las historias giraban alrededor de este final", recuerda Canetti, "y más allá de las prolongadas semanas llenas de aventuras y batallas, el triunfo y la gloria, la auténtica gratificación del narrador, era el momento en que todos los muertos, sin excepción, se levantaban y retomaban sus vidas". La historia de sus batallas no es sino una superación de la muerte.
En el país de la infancia, la tarea más importante es combatir al imperio de la muerte. Lo que aquí es todavía el producto de una imaginación infantil y desaforada, se convierte después en Junius Brutus, la primera obra de teatro de Canetti escrita a los catorce años de edad. El joven autor cuenta un episodio de la Historia de la República de Roma de Tito Livio, una suerte de apoteosis de la madre, que lucha por defender la vida de sus hijos. Junius Brutus fue el primer cónsul de la República romana. Un hombre tan rígido y perturbado, que condenó a muerte y ejecutó a sus propios hijos por haber conspirado contra Roma. Canetti estaba convencido de que su padre, en lugar de Brutus, habría perdonado a sus hijos. Y sin embargo, el abuelo Elias había sido capaz de maldecir a su hijo, porque abandonaba su casa y partía rumbo a Inglaterra. "En los años siguientes, yo fui testigo de cómo el abuelo no había logrado reponerse de aquella maldición, una maldición que mi madre le reprochó amargamente. En Livio no había mucho sobre el tema, sólo un pequeño trozo. Le inventé una mujer a Brutus", recuerda Canetti, "que lucha contra él por la vida de sus hijos; pero no consigue nada. Sus hijos son ejecutados y ella, en su desesperación, se arroja al Tiber desde un peñasco. El drama termina con la apoteosis de la madre. Las últimas palabras --en boca de Brutus, que se entera de su muerte-- son: "¡Maldito el padre que asesina a sus propios hijos!".
Junius Brutus era un doble homenaje a su madre. Canetti llegó a pensar que ella sanaría de júbilo al leer la obra, porque su enfermedad era un misterio, los médicos no sabían sus causas. En cuanto al segundo homenaje, Canetti no fue consciente de su existencia: la última frase de Junius Brutus era una condena de su abuelo, que según buena parte de la familia y sobre todo de su madre, había matado a su hijo Jaques con una maldición. En esta obra incompleta, escrita en versos yámbicos que recuerdan la métrica de Friederich Schiller, estaba ya presente el impulso que dominará toda la autobiografía: en un extremo la salvación física y privada de una persona querida; en el otro, la transformación de un individuo en personaje literario.
El lector de los tres volúmenes de la autobiografía de Canetti: La lengua salvada , La antorcha al oído y El juego de los ojos, se convierte en el testigo de una metamorfosis: el niño que cuenta historias desaforadas adquiere poco a poco los rasgos de un escritor, cuya imaginación se propone desde un principio salvar al mundo en sus textos. Como en la tradición de las mejores autobiografías, por ejemplo Poesía y verdad de Goethe, la narración de decir, describe la trayectoria de un escritor con todo detalle, y nos transmite su idea de la literatura.
Los límites de su lenguaje fueron, como quería Ludwig Wittgenstein en su Tractatus Logicus-Philosophicus, los límites de su mundo. Un mundo con cuatro puntos cardinales: el ladino de sus abuelos, los judíos sefarditas; el búlgaro de Rustschuk, la ciudad donde nació; el inglés que aprendió en Manchester y el alemán, el idioma secreto, que Canetti aprendió dos años después de la muerte del padre. Entre burlas y castigos, la madre le enseñó su idioma materno que, desde entonces, se convirtió en su idioma de escritura. Hacia 1993, al final de su vida, Elias Canetti escribió hablando de sí mismo: "En ninguna otra lengua lee tan a gusto. Todas las obras que amó en las otras cuatro lenguas las lee ahora en alemán. Desde que siente que la lengua lo abandonará muy pronto, se aferra todavía más a ella y deja de lado las otras. ¿Es ésta lengua materna la que hablamos en el momento de la muerte?" Es muy importante el idioma en que un hombre muere. Elias Canetti murió en alemán.
Elias Canetti escribió en alemán. Su madre le enseñó en poco tiempo esa lengua materna. "Precisamente porque soy judío, el alemán será el idioma de mi espíritu. Lo que sobreviva de esta Alemania devastada, lo cuidaré, como judío, en mí mismo. Su destino es también el mío; pero represento además la parte de una herencia universal. Quiero devolverle al idioma alemán lo que le debo. Quiero contribuir a que haya algo que agradecerle". Hacia 1960, al terminar Masa y poder, escribió: "A veces lamento que mi espíritu no se haya vestido a la inglesa. Aquí he vivido veintidós años. Sin duda he escuchado a muchos que me han hablado en el idioma del país, pero nunca los he escuchado como escritores, sino que me he limitado a entenderlos. Mi propia desesperación, mi asombro y mi vehemencia no han utilizado jamás sus palabras; todo lo que yo sentía, pensaba y tenía que decir se me daba en palabras alemanas. Cuando me preguntaron el porqué de todo esto, yo esgrimía razones convincentes: el orgullo era la más importante, en la que yo mismo creía".
Los constantes
cambios de domicilio y de escuela hicieron imposible amistades duraderas.
El método pedagógico de la madre era su impaciencia, la necesidad urgente
de convertir al hijo en un inter- locutor a su altura. El joven se aferró
a su madre; los mutuos celos volvieron un infierno la convivencia: una
lucha destructiva de voluntades. Después de la muerte del jefe de la familia,
Elias Canetti se imaginó el protector absoluto de su madre, se opuso a
toda clase de relaciones sociales, acosó a sus pretendientes con escenas
de celos y acabó con sus planes de contraer matrimonio. Maestra civilizadora
de larga proyección imperial, la madre de Canetti, una mujer inteligente
y culta, se propuso hacer al hijo a su imagen y semejanza; le dio una educación
ejemplar, lo convirtió en un tiránico sabelotodo, cuya obsesión por destacar
le valió el desprecio de sus compañeros en la escuela.
Desde muy temprano
Canetti descubrió el mundo de la cultura, cuya obra consistía, entre otras
cosas, en salvaguardar la literatura. Elías Canetti y su madre leyeron
juntos dramas, novelas, ensayos, crónicas, comentaron y discutieron los
libros leídos. Se convirtió en un lector insaciable. El mundo se transformó
en un libro: en una interminable promesa de lecturas. Por la lectura, Madre
e hijo tomaron posesión de su parte del mundo; el hijo obtuvo su independencia.
Pero su madre volvió sacudirlo: le impidió convertirse en un ratón de biblioteca,
le hizo ver el mundo de los conflictos sociales de su época. Canetti abandonó
contra su voluntad el internado de Zürich y cursó los últimos años del
bachillerato en Frankfurt, donde tuvo que vivir los años oscuros de la
inflación alemana:
"Ella
misma tenía una profunda necesidad de hablar alemán conmigo, pues era el
idioma de su intimidad. La separación más terrible de su vida, la pérdida
de mi padre, su interlocutor, se tradujo dolorosamente en que sus queridas
conversaciones en alemán en enmudecieron con él. Era éste el idioma confidencial
de su matrimonio. Se sentía perdida sin él y trató de colocarme en su lugar
tan pronto como pudo. Había puesto muchas esperanzas en esto, y toleró
muy mal que yo amenazara con fracasar al principio de su empresa. Así me
obligó en poquísimo tiempo a lograr algo que superaba la resistencia normal
de cualquier niño, y su éxito ha fijado la naturaleza profunda de mi alemán:
fue una tardía lengua materna, inculcada a base de auténticos sufrimientos".
En la primera parte de La lengua salvada asistimos a la creación y la muerte de un vínculo: el de la madre y el hijo; como si quisiera desafiar todas las interpretaciones psicoanáliticas, Canetti nos hace ver que, más allá del conflicto edípico, sin su madre, sin su orgullo y su impaciente inteligencia, nunca hubiese escrito la autobiografía. Detrás de las ilusiones del joven Canetti se esconde el intento utópico de imaginar que la vida y la obra son inseparables; aunque esa unidad sólo tenga lugar --Elias Canetti lo sabía-- no en la vida, sino en la escritura:
Sigmund Freud debe su enorme reconocimiento no a sus hipótesis científicas, sino a las magistrales narraciones de sus casos, a las ficciones del Yo y sus patologías. Canetti nunca despreció a Freud, su presencia era demasiado hegemónica como para desconocerla, más bien se limitó a comentar críticamente los contenidos de sus historias, sus pretensiones absolutas de verdad. En primer lugar, de un modo espontáneo, en su novela Auto de fe y en los primeros Dramas; luego hizo una crítica más consistente en sus Apuntes sueltos y en Masa y poder. En La lengua salvada Canetti refiere no la historia de la infancia universal, como Freud resumía la teoría psicoanálitica, sino la historia de una infancia irrepetible. No creo que la noción psicológica conocida como "complejo de Edipo" pueda ser aplicable al vínculo de Canetti con su madre; no es el deseo de regresar a la madre sino la imposibilidad de salir de ella lo que, a mi parecer, define a Canetti. En todo momento el niño conserva su voz en la autobiografía. El viejo Canetti es una suerte de arqueólogo y taquígrafo no sólo de sus propias transformaciones, sino de las del mundo que toma forma en esas páginas. Sin embargo, el verdadero protagonista de la autobiografía es el lenguaje.
Marcel Reich-Ranicki,
uno de los críticos literarios más acreditados de Alemania, apuntaba que
la autobiografía de Canetti adolecía de esa humilde dosis de "dudas
sobre uno mismo", y menospreciaba "la dignidad majestuosa del
narrador, a quien le falta el valor para la irreverencia, la desvergüenza
y la provocación". Esa crítica desconfiaba de la prosa impecable de
Canetti, ese lenguaje directo y sin afectaciones, que sin gran esfuerzo
lograba superar los resentimientos del pasado y rescatar la lengua de su
infancia, que le permitió habitar para siempre en la literatura.
Elias Canetti no es un teórico en el sentido común de la palabra. En Masa y poder no encontramos conceptos (Begriffe) --que según Canetti son una más de las expresiones del poder, y por esa misma razón incapaces de captar verdaderamente sus objetos de conocimiento. Por el contrario, Canetti describe imágenes y formas; su reflexión no se acerca a las cosas desde afuera, sino las escucha desde dentro y las recibe.
Masa y poder no es sino una asamblea de fragmentos. Hay en ésta obra de la continuidad fundamental de las pulsiones humanas que los procesos civilizatorios no lograron abolir. Sin embargo, el peso de la naturaleza --la contiguidad del hombre con el reino animal-- presenta el riesgo de una pseudontología. Su autor casi nos ahorra toda reflexión, nos muestra regímenes absolutistas. Su galería de poderosos está formada por reyes africanos, césares romanos, sultanes de la India y jefes de tribus pretéritas. En esos pasajes Canetti cala en estratos insospechados, y es tan cruel, ineluctable e inmoral como la naturaleza misma. Canetti aborda los aspectos más desagradables de la existencia del hombre; de la sociedad sólo le interesan los momentos extremos: la histeria, el delirium tremens, la esquizofrenia y la paranoia. En ellos se expresan con claridad las pulsiones arcaicas no dominadas por el afán civilizatorio. Canetti nos describe la dirección del proceso de ascenso de las masas. Si para apreciar Masa y poder debemos despojarnos de la sensibilidad presente y situarnos dentro del mundo de la república de Weimar, el elemento mítico y no el poético, sería el dominante. No quiere decirnos de nuestras sociedades nada como no sean esos estratos atávicos sobre los cuales están construidas: la raíz milenaria. El hombre del poder asesina, nos dice Canetti, para escapar a la muerte; aparta el horror de sí mismo y lo traslada a los otros individuos: toda ejecución proclama el aplazamiento de la propia muerte. El hombre del poder destierra a la muerte a la más lejana periferia de su existencia: asesina y deja asesinar, devasta y destruye sólo para sobrevivir. Mientras el desierto se expande, la soledad del poderoso en medio del vacío promete la eternidad divina.
Elias Canetti
menciona no sólo los desiertos de tiranos y guerreros, sino también la
atracción que ejercen los cementerios. El recorrido por un cementerio,
la contemplación de viejas tumbas cuya edad puede ser de 200 años, sugiere
una victoria permanente: la fantástica ilusión de tener una edad mayor
que la de los sepultados.
El hombre del poder se comporta como flaneur entre las tumbas, pero en el fondo busca una enfrentamiento con la muerte. En su ensayo Diálogo con el interlocutor cruel, Elias Canetti afirmaba que sus apuntes sueltos (Aufzeichnungen) eran, al mismo tiempo, espontáneos y contradictorios, porque brotaban de una tensión irritante: "Es inevitable que un trabajo al cual nos dedicamos día a día, muchos años, nos resulte a veces arduo, estéril o tardío. Lo odiamos, nos sentimos cercados por él: sentimos que nos deja sin aliento. Todo lo que hay en el mundo nos parece más importante que él y nuestra limitación nos hace sentirnos torpes". Durante los veinte años que pasó escribiendo Masa y poder (1938-1960), Canetti anotó, sin elección previa, lo que le pasaba por la cabeza. Estos apuntes fueron siempre una suerte de conversación consigo mismo: su diario interlocutor y un desconocido, una especie de antídoto contra el desaliento, excursión más allá del trabajo impuesto, válvula de escape de sus inclinaciones literarias. Durante cincuenta años (1942-1992), Canetti conservó la confianza en la espontaneidad, que es el oxígeno de este género de apuntes; escribió cosas que jamás hubiera sospechado en sí mismo, que se contradecían con su historia, con sus convicciones, con su forma de ser y su pudor, con su orgullo y su verdad, siempre defendida con obstinación.
En Masa y poder Canetti describe sin cesar el poder mítico de esta diferencia. Desde los tiempos más antiguos muchos pueblos han imaginado que los muertos dominan a los vivos; su poder se expresa en la cantidad de individuos que mueren cada día. A los muertos se les imagina entonces como legiones beligerantes. Y el origen de este terror ha sido y es la conciencia de culpa en los vivos frente a los muertos, porque se han aprovechado de ellos.
Los mitos eran
la prueba palmaria de que nuestra capácidad de transformación seguía viviendo.
"Todavía no he vivido un solo instante en el mundo sin estar dentro
de este o aquel mito. Todo tenía siempre sentido, incluso la misma desesperación.
Puede ser que el mito de un momento a otro cambiara de apariencia: siempre
tenía un sentido y seguía creciendo. Acaso nunca lo haya conocido, él me
conocía. Acaso el mito guardó silencio, luego tomó la palabra. Hablaba
en una lengua extranjera, la llegué a aprender. Por esta razón nunca olvidé
a los antiguos. Lo que hubiese dado por olvidar algo; nunca lo conseguí,
todo iba teniendo cada vez más sentido. He venido al mundo en un estuche
irrompible. ¿Me estaré equivocando y tomando este estuche por el mundo?"
Hacia 1972, al señalar a la diferencia entre la antropología estructural de Lévi-Strauss y Masa y poder, Canetti subrayó que siempre había dejado hablar a los mitos, porque le interesaba conservar su polifonía --que brotaba de su lectura y se oponía a cualquier sistema. A principios de los setenta, mientras en las universidades se discutían los descubrimientos mitológicos de Claude Lévi-Strauss, Elias Canetti --por ese entonces un desconocido-- insistía en recuperar la narración irrepetible de los mitos. No le interesaba los aparatos de significaciones sino lo que lo mitos decían. Según Lévi-Strauss, el lenguaje ( la langue) era, siguiendo a Rousseau, un sistema social que separaba claramente a los hombres de los animales. "Quien dice hombre dice lenguaje", escribía en Tristes trópicos, "y lenguaje significa sociedad". Los mitos son habla y lengua: por un lado, el tiempo irreversible del relato; por el otro, el tiempo reversible de la estructura. Lévi-Strauss no se interesaba por el contenido del mito ni pretendía ofrecer una nueva interpretación sino que intentaba descifrar su estructura. El mito no era una narración lineal, sino un conjunto de elementos mínimos, que se unían, desunían o cambiaban.
Al final de
su vida, Canetti escribió: "La manía sistematizadora de los franceses.
Lévi-Strauss y los mitos. Son seccionados y rearticulados de manera tal
que pierden su eficacia. Y este proceso de destrucción de los mitos se
considera investigación de los mitos. ¿Cómo puede un hombre que ha devorado
miles de mitos no saber que son lo contrario de cualquier sistema?"
El proyecto de Lévi-Strauss le resultaba enigmático: no entendía cómo alguien
sobresaturado de mitos podía derrotarse en los salones de la academia más
sofisticada, como el Collège de France. Le parecía la imagen misma de la
desesperanza. Lévi-Strauss coleccionaba mitos como otros, pensaba Elias
Canetti, coleccionan las plantas prensadas de un herbolario. "Los
ha ido pegando uno a uno en un libro, clasificándolos por especies y familias.
Y son estos principios clasificadores los que le interesan. Cierto es que
inventa algunas oposiciones simples como lo crudo y lo cocido, por ejemplo,
con cuya ayuda realiza su clasificación. Pero, ¿qué queda del mito propiamente
dicho? Ni siquiera la tenue experiencia, íntima y personal, del investigador
que, en una sola mañana, ha tragado quizá dos docenas de mitos de un solo
golpe". Lévi-Strauss, un antropólogo cuya vida eran las instituciones,
termina sus días en el Collège de France, una de las instituciones más
antiguas y venerables de Francia. Su primer campo de investigación --y
el más específico-- fueron los sistemas de parentesco. Apenas si hay otra
cosa --nos dice Canetti.
Los apuntes sueltos son una mezcla de aforismos y diario íntimo, agenda y bitácora de lecturas, crítica de ideas y recuento de mitos; este registro se convirtió en un nuevo género que, al final de sus días, se convirtió en el más importante de su obra. Los apuntes sueltos resumen una insólita pasión literaria: Apuntes sueltos (1942-1948), Toda esta admiración dilapidada (1949-1960), La provincia del hombre (1942-1972), El corazón secreto del reloj (1973-1985), El suplicio de las moscas (1986-1992), Hampstead, apuntes rescatados (1954-1971), Apuntes (1973-1984) y, su último libro, Apuntes ( 1992-1993).
"Quien
realmente quiera saberlo todo", escribió Canetti, "lo mejor que
puede hacer es aprender de sí mismo. No deberá tratarse con miramientos,
sino más bien como si fuese otra persona: no con menos, sino con mucho
más dureza". Su pasión por los libros recuerda la biblioteca de Kien,
el personaje de Auto de fe, su única novela. Hoy, cuando una biblioteca
entera se puede condensar en un CD, los libros en Canetti condensan la
sabiduría del pasado que debemos redimir, la antigua utopía occidental:
lograr que la minoría de lectores llegue a ser la mayoría del mañana, para
evitar que las mayorías sigan siendo la eternas minorías de edad.
"Nada
es más triste que ser el primero", escribe Canetti, "a no ser
que uno lo sea realmente y que no haya nadie más". Después del fuego
apocalíptico de su novela, Canetti no sólo es el último sino, al mismo
tiempo, el primero.
El 23 de enero
de 1933, una semana antes de que Hitler ascendiera a la cancillería de
Alemania, el novelista Hermann Broch leyó en la Universidad de Leopoldstadt,
Austria, unas páginas para presentar a Elías Canetti, un joven escritor
de veintiocho años, nacido el 25 de julio de 1905 en el pueblo de Rustschuk,
Bulgaria, de origen sefardita y autor de varios proyectos literarios inconclusos.
Si ahora leemos con atención las páginas de Hermann Broch, veremos que
resumió de golpe toda la obra de Canetti. El novelista mencionó una obra
de teatro Matrimonio, una novela Kant prende fuego y una investigación
filosófica sobre las masas. Esa noche Canetti sólo leyó fragmentos.
--Nada define
mejor la convicción literaria de Canetti --explicaba Broch-- que la existencia
de las masas. Para este escritor la masa está siempre presente como un
animal peligroso y exhuberante que hierve y se agita en lo más hondo de
nuestro ser, un oceáno furioso en el que cada gota permanece viva. El miedo
del hombre de ser tocado por lo desconocido se diluye en la masa. De noche
o a oscuras, el terror ante un contacto inesperado puede llegar a convertirse
en pánico.
Unos 75 años
después nos damos cuenta de que no hay eso que llaman Masa y poder; es sólo una asamblea de fragmentos. Hay en Masa y poder la continuidad fundamental de las pulsiones humanas que los procesos civilizatorios no logran abolir. Sin embargo, el peso de la naturaleza --la contiguidad del hombre con el reino animal-- presenta el riesgo de una pseudontología. Su autor casi nos ahorra toda reflexión, nos muestra regímenes absolutistas. Su galería de poderosos está formada por reyes africanos, césares romanos, sultanes de la India y jefes de tribus pretéritas. En esos pasajes Canetti cala en estratos insospechados, y es tan cruel, ineluctable e inmoral como la naturaleza misma. Canetti aborda los aspectos más desagradables de la existencia del hombre; de la sociedad sólo le interesan los momentos extremos: la histeria, el delirium tremens, la esquizofrenia y la paranoia. En ellos se expresan con claridad las pulsiones arcaicas no dominadas por el afán civilizatorio. Canetti nos describe la dirección del proceso de ascenso de las masas. Si para apreciar Masa y poder debemos despojarnos de la sensibilidad presente y situarnos dentro del mundo de la república de Weimar, el elemento mítico y no el poético, sería el dominante. No quiere decirnos de nuestras sociedades nada como no sean esos estratos atávicos sobre los cuales están construidas: la raíz milenaria.
La historia
que había comenzado el 25 de julio de 1905 en Rutschtuk, Bulgaria, concluyó
el 14 de agosto de 1994 en Suiza. Canetti murió cuando quiso, en su departamento
de Zurich y un siglo murió con él. Un lamento milenario acompañó el sepelio
de este enemigo acérrimo de la muerte. Me refiero al lamento de Gilgamesh,
la leyenda más antigua y bella de que se tenga registro, un relato mesopotámico
que data de cuando menos dos mil años antes de nuestra era, y que Canetti
apreciaba por encima de todos los mitos. El lamento de Gilgamesh es el
primer lamento de un hombre ante la pérdida de un ser querido. Después
de haber combatido a muerte contra su enemigo Enkidú, Gilgamesh se detiene,
lo abraza y le ofrece su amistad, que Enkidú acepta. Desde ese día los
unieron lazos indestructibles. Los dioses, inquietos por el poder de los
amigos si están juntos, celebran un consejo. Gilgamesh se libra de la muerte
porque tiene sangre divina. En cambio Enkidú debe morir. Enterado por un
sueño de la decisión divina, se enferma y muere de acuerdo a la sentencia
de los dioses. El lamento de Gilgamesh es el de todos los hombres que padecen
la muerte del otro. Y es, a la vez, el grito de rebeldía contra el poder
de la muerte. La rabia inmisericorde de Gilgamesh en la noche de los tiempos
es la misma rabia de Elias Canetti ante nuestros muertos.
Ahora, ocho años después de su muerte, me imagino que no le hubiera disgustado ver, al final de su obituario, ese fragmento de El libro de los mayores, una versión del Talmud del año mil, que tanto le gustaba a Hermann Broch:
"Un forastero
llegó a visitar al rabino X y le preguntó: ¿qué es mejor, la inteligencia
o la bondad? El rabino contestó: por supuesto la inteligencia, ella es
el centro de la vida. Pero si uno tiene sólo la inteligencia y no la bondad,
es como si tuviera la llave de la recámara principal y hubiera perdido
la de la puerta de su casa ".
Elías Canetti
nos ha enseñado a aceptar nuestras más increíbles fantasías, a reconocer
nuestro ilegítimo orgullo de sobrevivientes, a evitar que el poco porvenir
quede entregado a los núcleos inertes de autofagia y gusto de sangre, de
sumisión y ladinismo, de horror y barbarie que nos dominan.
josé maría pérez gay Ciudad de México. 1944.
Licenciado en Ciencias y Técnicas de la Información por la Universidad Iberoamericana y doctor en Sociología por la Universidad Libre de Berlín. Fue director del cultural canal 22 de televisión. Además de escritor, traductor.
Forma parte de su obra la novelas La difícil costumbre de estar lejos y Tu nombre es el silencio; y el ensayo El imperio perdido o las claves del siglo.
Fue embajador de México en Portugal (2001-2003). |
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