|
|
"Patria
dispersa: caes
Como pastilla de veneno en mis horas"
Roque Dalton |
María Orbelina camina pesadamente. El trabajo de parto comenzó.
Y cómo no, con el susto. Le faltan 29 días para que nazca su cuarto hijo, pero parece que la hora llegó.
Alguien llegó a sacarla. A ella, a sus hijos, a su suegra, a sus sobrinos, a su tía. Sólo les ayudaron y se fueron.
Es sábado, el primero de octubre, y la abuela queda a cargo de Yamilet, de Cristian y Karina. Todos hijos de la Orbe. De allí en adelante, no les despegará el ojo.
Todo está oscuro. La incertidumbre y el susto pesan en los hombros de familias que se apretujan en los albergues, en San Isidro.
Familias con pánico, familias con niños, familias con viejos. Familias con chivos y gallinas. Los chinearon y empujaron. Rogaron a Dios que el cerro no se les viniera encima.
Todos lo cuentan: así traqueteó la tierra, así vieron la nube que hacía remolinos sobre sus cabezas. Así las piedras incandescentes destruyeron todo: las casas, los árboles, las orquídeas. Destruyeron a dos hombres, y el sufrimiento a dos familias.
Karina sueña con orquídeas y jocotes. Dormita. Su vestidito gris que era blanco. Sus pies que siempre han sido descalzos, mugrientos.
Su hermano tenía las manos frías, como que jugaba con hielo, cuando su abuela lo agarrró para huir.
Porque primero fue el retumbo y, tras él, la erupción.
Dijeron con miedo, a meter las cosas a las bolsas, tres vestidos y unos pañales para los cipotes. Tres costales y una bolsa. La vida en ello.
Que no se duerman, porque vienen las colchonetas. Les han prometido que no dormirán en lo duro.
Pero ya es tarde y en las aulas, yacen las familias, sin más suelo que una manta.
Dionisia es la abuela que envuelve, que vigila, que ruega al cielo para que el volcán se apacigüe. Dionisia no duerme, piensa en la nuera en el hospital, Cristian que se mete las manos sucias a la boca, enYamilet que está descalza, en su hijo que se quedó en el cerro.
Porque hay que cuidar los jocotes, porque en diciembre no habrá corta.
No, por el volcán.
El murmullo de una plegaria, arrinconada entre costales, materializa al Espíritu Santo. Agustín Domínguez lo toca, lo abraza y se aferra.
Hincado, protege a sus hijos.
Las colchonetas llegan con el alba. Y con ella, las ganas de volver.
Llueve y seguirá lloviendo.
Los niños corretearán en los charcos.
Siempre tendrán hambre.
Huirán a las vacunas y se sacarán los piojos.
Me han prometido jocotes para cuando regrese. |
|
|