Pagan justos por pecadores
Patricia Romana Bárcena Molina



              Recibí al primo de Don Ignacio Cancino como ayudante en mi tienda. Lo acepté porque Nachito ya estaba cansado y, además, me lo pidió de favor. Las ventas bajaron mucho desde que pusieron en el pueblo un supermercado, así que el sueldo no sería muy alto. Su sobrino no sabía leer ni escribir, tampoco hacía cuentas. Confié en que con el tiempo aprendería a despachar como su tío, mientras tanto le encargué el aseo, el acomodo de la mercancía y algunos quehaceres de la casa, que está pegada a la tienda. Como venía de la ranchería le ofrecí un lugar para dormir durante la semana y lo dejé que saliera los sábados al medio día para que fuera a ver a su familia. Al principio se mostró acomedido, aceptó que mi hija Ángela, que es maestra, le enseñara a escribir, pues tiene un grupito de alfabetización que atiende por las tardes cuando vuelve de su escuela. Juan es listo y en unos cuantos meses aprendió a leer y a escribir. Nachito estaba muy agradecido con nosotros, pero su sobrino sentía que era lo menos que podíamos hacer por él como compensación a su trabajo. Nachito nos contó después que Juan se había internado un tiempo en la selva con los grupos de resistencia y que luego los abandonó por temor a los enfrentamientos que tienen con los militares. Desde entonces no quiso volver a la iglesia ni tomar licor, decía que eso embrutece a la gente. Ángela trató de averiguar lo que Juan había vivido en la selva y con cualquier pretexto le hacía preguntas, pero no logró que le contara nada de su estancia con los rebeldes, sin embargo, decía cosas que no parecían salir de él, por ejemplo, que la gente del pueblo estaba en contra de los indígenas, igual que el gobierno, y que se iban a unir para matarlos. En una ocasión le presté dinero para que fuera por su esposa que estaba enferma, la trajo y la llevamos al hospital. Estuvo en la casa mientras se recuperaba de una fuerte infección intestinal. Le ofrecí a Juan que trajera también a sus hijos, pero no quiso, esperó a que su esposa sanara y la llevó de vuelta a la ranchería. A mi hija le explicó que si dejaba su tierra el gobierno se la quitaría, así que prefirió vivir apartado de ellos. La señora no hablaba español, castilla como decía él. No supimos nada de ella, sólo que tenía 5 hijos. Después de conocerla opté por regalarle a Juan una bolsa con despensa cada semana. Él me dijo que las cosas que le daba (lentejas, arroz, aceite, leche, pan) no las acostumbraban, que mejor le diera más dinero. Le aumenté un poco el sueldo y quedó satisfecho.

              Don Nachito se nos fue un domingo por la noche, no estaba enfermo sólo cansado. Su corazón se paró sin aviso. Juan quiso que se enterrara en la ranchería. Alquilé una camioneta para llevar el cuerpo. En tantos años de conocerlo no se me ocurrió ir a ver dónde vivía, él me decía que era "cercas", pero qué va, son cuatro horas por terracería; en algunos tramos ni camino hay, sólo circulan camiones de redilas. A Nachito le sobrevivía su esposa, una mujer anciana pero muy fuerte. Ella, junto con Juan y su hijo mayor, cavó en la tierra un hoyo para depositar el cadáver, después prendió leña para calentarnos café mientras entretejía flores con las que hizo una cruz que colocó sobre la tumba. Ese fue todo el entierro. La pobreza de esa gente me impresionó más que la muerte de Don Ignacio, sus casas son de varas y piedras, los techos de palmas y ramas secas, sólo tienen maíz, frijoles, chiles, una que otra fruta o verdura y una que otra gallina. Sacan el agua de un pozo o la acarrean del río y se alumbran con velas. No tienen muebles, extienden petates alrededor de un montón de leña con un comal encima. Don Ignacio sí construyó un cuarto con ladrillos y cemento, pero no para vivir, lo ocupaba para guardar su maíz. Los niños y las mujeres no usan zapatos, sólo los hombres que salen a trabajar fuera de la ranchería. Pocos hablan español, los demás se comunican en tzeltal, pero quedito para que los extraños no los escuchen. Me pregunté en qué gastó Nachito el dinero que yo le pagaba, no era mucho, pero, bien pudo comprar una estufa y unos catres. Él me decía que ahorraba para comprar semillas, tal vez, porque no era poca la tierra que tenía sembrada. No quise volver de noche y esperé a que amaneciera para regresar al pueblo. Juan me dijo que me fuera y que él me alcanzaría después. Me extrañó que me dejara ir solo sabiendo que no conocía el camino.No agradeció mi compañía. Cuando volví le platiqué a mi hija la terrible situación en la que viven y me propuse ayudar más a Juan. Pasó casi un mes y él no regresó, pensé que ya no volvería, pero se presentó una mañana con ganas de trabajar y lo acepté sin recriminarle su ausencia. Me pidió que le pagara los dos sueldos, el de él y el de su tío. Accedí porque ahora tendría más trabajo y porque necesitaba el dinero, pero Juan no correspondió a mi esfuerzo, él sabía que la tienda no deja mucho y que es lo único que tengo para sostener a mi familia. Empezó a tratar mal a la clientela, a dejar la mercancía amontonada y sucia, y a renegar cuando le pedía que hiciera tal o cual cosa, me respondía que sí, pero no las hacía. Mi esposa y mis hijos se dieron cuenta de la actitud de Juan y me aconsejaron que lo despidiera, pero Ángela me recordó la situación que yo le había platicado sobre su familia y me pidió que le tuviera paciencia. Hablé con él y le dije que no estaba cumpliendo con el trabajo, me contestó que yo quería explotarlo. Traté de que entendiera que si las cosas marchaban bien en la tienda tendríamos más clientes y eso nos beneficiaría a ambos. Me dijo: a mí me va a pagar lo mismo aunque se venda más, además la gente es la que es grosera conmigo. Juan tenía motivos para estar resentido, pero yo lo había tratado bien, no era responsable de su pobreza ni cómplice de la injusticia y la desigualdad que prevalecen en el país. Le ofrecí lo que me pidió Nachito: trabajo, techo y comida, le demostré solidaridad cuando se enfermó su esposa y cuando murió su tío. Jamás lo traté con desprecio ni le alcé la voz. Me sentí obligado a tenerle paciencia porque me lo pidió Ángela, quien le brindó la oportunidad de aprender a leer y a escribir. Juan se marchó una noche sin despedirse y se llevó el poco dinero que había en la caja. Me dejó una nota en la que decía que se llevaba el dinero porque ya había trabajado mucho conmigo. Me causó tristeza, pero no me sentí ofendido. De poco le servirían unos cuantos pesos. Puse un letrero en la tienda para solicitar un ayudante y lo encontré en seguida. Se llamaba Arturo, era el hijo del conserje de la escuela donde trabaja mi hija. Me inspiró confianza su disposición y su trato amable a los clientes. Arturo necesitaba el trabajo para estudiar por las tardes, así que lo dejé que saliera al medio día y él correspondió a mi apoyo llegando temprano para limpiar la tienda antes de abrirla. Una mañana, cuando salía del baño, escuché mucho ruido y me vestí de prisa para ver lo que pasaba, encontré a Arturo tirado con una puñalada en la panza. Lo habían sorprendido dos hombres encapuchados que se llevaron el dinero de la caja después de herirlo. Arturo no sobrevivió, murió camino al hospital. La tienda permanece cerrada por las averiguaciones que está haciendo el Ministerio Público. En mi declaración dije que no tengo sospecha de nadie y que no vi nada. Ángela me había convencido de que la verdadera causa de la violencia es la injusticia. Sí, es cierto, como también es cierto que la violencia genera terribles injusticias.



Patricia Romana Bárcena Molina.
Subdirectora de al margen . net
Estado de México.
Maestra en educación especial.