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Decidí imitar –literalmente- la bohemia del escritor parísino
en Zapotlán el Grande, sólo por mi escasez de dinero y la cercanía con
Tamazula. Tomé un camión, me tocó la fila siete, asiento B, en la cual
encontré basura.
Me habían dicho que Zapotlán era la “pequeña Atenas de Jalisco”,
por su extensa cultura y sus hombres ilustres de la literatura. Me imaginaba
que el arte brotaba por todos lados, nunca había estado en ese lugar pero
soñaba que el tránsito se detenía por obras de teatro y lecturas de poesía.
Había leído a Carlos Cuauhtémoc Sánchez, J. J. Benítez, algo
de Daniel Steel y algunas revistas, casi nada llega a Tamazula. Mi padre
no me apoyaba, quería que trabajara en el ingenio, pero yo deseaba ser
escritor así que fui directo a donde nacen los grandes.
Con mis ahorros y un poco de lo que me dio mi madre tomé el
camión y partí a mi destino.
Esa mañana hacía frío y llovía un poco, en la central camionera
me quedé a tomar un café, mientras que en una libreta hacía unos apuntes,
en eso entró una mujer hermosa “de cara fresca como una moneda recién acuñada,
si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave de cutis fresco”,
jalando su maleta, se sentó sola; la miraba con excitación. De donde yo
venía era fácil encontrar bellas mujeres pero no que leyeran, ella leía
TVynovelas, pensé que sería una revista de critica de libros.
Busqué hospedaje, pero mi economía no me permitía quedarme
por mucho tiempo en un hotel, así que decidí regresar en las noches a Tamazula,
de todos modos era media hora de viaje.
Zapotlán no era como me lo imaginaba, pero sí encontré muchos
puestos de revistas, la mayoría de la gente leía la de vaqueros, Eres y
otras más que no recuerdo, pero a pesar de esto supe de un taller literario
y me dirigí hacía esa fonda donde se juntaban, aprovecharía el taller para
comer y aprender literatura. Ya en “Las Peñas” el dueño me indicó que sí
había existido un taller, pero sus integrantes terminaron haciendo pláticas
con locos de la ciudad, los invitaban a tomar un café y no se bañaban,
mientras que otros inventaban historias de vampiros y OVNIS, así que decidió
correrlos del lugar. Era mi primer fracaso.
Horas después encontré la Casa de la Cultura, y le pregunté
al policía sobre la existencia de un taller literario, pensó un poco, y
al final atinó a decir “tal vez serían unos tipos que platicaban los sábados,
sí, ellos son pues ya no se encuentran aquí, tal vez los veas en una cantina
o téibol”. Fui a su búsqueda sin encontrar su rastro, parecía que la cultura
en Zapotlán estaba perdida.
En la Casa del Arte me dijeron que el taller había terminado
por tener pocos alumnos, ya que nadie quería pagar por aprender cultura,
entendí que no era negocio ser escritor.
Durante días fui y vine, sin encontrar alguna persona de literatura,
encontré pintores, llevaban su arte a las cucharas, tenedores y platos,
músicos en los portales, encontré una librería esotérica, una parroquial
y a un tipo medio extraño que vendía libros usados, pero como no me pareció
de fiar no le compré. La gente ignoraba de escritores pero sólo recordaban
a un loquito que andaba en moto por la ciudad, se decía poeta hasta llegando
a salir en la tele, había muerto hace tres años, pero de su obra la gente
no supo decirme.
Mi padre se cansaba de mi juego, yo sabía que Zapotlán no se
acababa, que debía quedar algún rastro de su literatura, y le decía a mi
padre que llega un momento en el cual un hombre debe escribir su obra maestra,
a lo cual respondió mascando un pedazo de caña “llega el momento de todo
padre que descubre que su hijo es un idiota que no sabe qué hará de su
vida”.
Seguí vagando por la ciudad con mi libretita en mano, queriendo
escribir la frustración de no poder escribir nada. Esta ciudad en la que
deseé ser pobre pero muy feliz, me enseñó que fui pobre e infeliz.
Me sentía como un idiota vagando por las calles, dando la idea
de intelectual, vestido de negro con unos lentes falsos que no me servían
para nada, sentado en el jardín haciendo creer a la gente que era un intelectual
leyendo a Carlos Cuauhtémoc Sánchez.
Supe de otros talleres, uno de ellos arrinconado en el olvido,
siendo un taller católico, creí que a mi padre le encantaría, pero duré
pocos días, descubrí que hasta para mí era ridículo. Asistí a uno de maestros
el cual me recordó el por qué la escuela es absurda y aburrida, además
no deseaba escuchar poemas de cuando alguien era alcohólico. Tal vez no
sabía tanto de literatura, pero sí tenía la idea de no ser como ellos.
No todo fue tan malo, me dijeron que la persona encargada del Archivo Municipal
sabía mucho.
Me costó trabajo llegar al archivo, ya que estaba en la última
planta de la presidencia arrinconada después de perderme en un laberinto.
Me platicó de los grandes hombres de Zapotlán, me mostró libros viejos
y algunas fotos, pero a mi pregunta de dónde están los actuales escritores
respondió “Zapotlán no se acaba nunca en su cultura; porque nunca existió.
Zapotlán sólo tuvo un destello de arte, la gente importante nació y nunca
estuvo aquí o se fueron para convertirse en grandes literatos”.
Con un fracaso a cuestas sin poder adivinar qué me depararía
el destino, tomé el último camión de vuelta a Tamazula, ese día también
llovía, se iba la ilusión de ser pobre y feliz. Ya en casa mi hermano me
dijo que buscaría suerte en Zapotlán, vendiendo discos piratas, me repitió
esa frase tantas veces dicha por mí “Zapotlán no se acaba nunca”, a lo
que pensé “lamentablemente”. |
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