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-¿Llegamos? -preguntó el que tenía la pala, aferrada como un espadón entre sus manos huesudas y grandes.
-Parece -respondió el otro, hundiendo el pico en la tierra disgregada, yerta.
“¿Cómo podría avisarles? Los que llegan no pueden imaginar el fondo
de tristeza que surte nuestras vidas, aunque, por momentos me parece recordar,
pero estoy grande, y ellos no me hacen caso: mueven la cabeza de lado,
sonríen y dicen “sí viejo”. A veces, no sé, siento que es pura sonsera
de la fantasía. Claro, con los años le va quedando a uno menos tiento para
saber. Todavía veo la llegada de los últimos, esperando un milagro, cuando
el arroyito ya se había secado y el único manantial era el de los guijarros
empapelados de voces que la ventisca daba vuelta, mareada ella también
por vaya a saber qué cosa rara. Se fueron acostumbrando a esperar, primero,
a olvidar, después, y, al final, a no esperar. Nada es más difícil, duele
mucho el corazón, parece una piedra a la que le han mordido el alma. Los
más hasta creyeron que esto era el infierno, creían que era el infierno
y se reían, mostrando los dientes rotos y manchados, gastados de tanto
mascar hambre. Todos acá se andan con hambre, y, cuando están tristes,
se les confunde con el frío. He visto a hombrones preguntar cómo se reza;
yo mismo lo hice, mucho atrás. Se pregunta, pero nadie sabe responder;
será porque da miedo, no vaya a pasar que el otro nos oiga y se aparezca
a litigarnos, y uno está tan cansado que no quiere peleas, y menos con
el dueño del pedregal, ¿ve?, ése que por todas partes anda tragándose la
tierra. El más terco fue un solitario, hablaba poco y miraba mucho: se
diría que buscaba sitio donde plantar esperanza. Le sangraron las manos
empujando sílice contra el cielo sin pájaros. En un canto de mica creyó
ver el reflejo de algo y gritó de miedo; aún hoy parece oírse, así de hondo
fue su espanto, como un peso que nunca terminara de caer. Y ahora, esos
dos, ahí los tiene, cavando y destapando recuerdo. Yo se los diría, pero
ellos también van a ladear la cabeza.
José Luis Martínez Medellín |
“¿Cuánto más? No, no le pregunto a usted, que, de tan callado y esquelético,
se me antoja ausente; al otro le pregunto, pero él no quiere contestar.
Se me ocurre que un día, pero no sé, me olvidé cómo se cuentan los días.
A lo mejor, el viento...; si hasta me siento con ganas de llamarlos a esos
dos y gritarles que, a lo mejor, el viento nos dice dónde estamos.”
Por detrás del terraplén pacientemente alzado, al arbitrio de la rutinaria tarea, desparramado como un monstruo sublime, el último celo de la carne declaraba su majestuoso escándalo. Era como si la tierra sucumbiera a esa belleza de la destrucción y, al mismo tiempo, propusiera construir, con insólita perseverancia, un nuevo orden.
-¿Escuchaste? -preguntó el de las manos grandes y huesudas.
-No -respondió su compañero, con esa contundencia que confiere un largo cansancio, mientras apoyaba pesadamente su pie. |
-Habrá sido el viento -se dijo el palador.
-Habrá sido -asintió el picador.
-Cómo si estos pudieran hablar -completó el otro, riéndose al hamacar graciosamente la carretilla. |
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