El sol le quemaba las patas al perro
Trelew Estrada Piedra



 El lunes en la mañana amaneció echado a la entrada del edificio pero no le presté demasiada atención. Volví a verlo en la parada del camión y tomé el primero que pasó rumbo al centro. Al bajar creí reconocerlo, sin embargo, aquel debía haberse quedado treinta o cuarenta cuadras atrás. No me puse a averiguar, llegué a la oficina y me sumergí en mi trabajo hasta que Julián, el vigilante me interrumpió.
 -Ya sabes que no está permitido tener animales en la oficina, si lo ve Morales nos va a bronquear a los dos.
 -¿Animales? -Le dije sin levantar la vista- Solo que seas tu, buey. Aquí no veo otro animal.
 -¿Luego, el perro es de peluche? -me respondió señalando al animal echado junto al escritorio.
 Sorprendido de verlo, le argumenté que no era mío, que seguramente me había seguido y que por mi parte podía sacarlo a patadas. El animal no esperó y salió corriendo. El vigilante y yo nos vimos un momento y cada quien regresó a lo suyo.

 A la hora de la comida ya me estaba aguardando afuera. -Ahí te está esperando un compa que te va a invitar un taco- Me dijo el vigilante en tono irónico cuando salí. Le dirigí una mirada poco amistosa y en seguida hice el ademán de tirarle una patada al animal que se retiró a una distancia prudente. Me dirigí a la fonda donde acostumbro comer y ordené sin quitarle la vista de encima. -Seguramente me sigue por hambre- pensé mientras le tiraba un pedazo de carne, pero no hizo el menor intento de recogerlo. Solamente seguía echado mirándome fijamente. Yo comencé a seguirle el juego. Lo miré por largo rato, su pelaje blanco y escuálida figura parecían transparentes a contraluz; la gente pasaba junto a el sin tomarlo en cuenta, iban y venían sin que les estorbara, como si fuera invisible, como si no estuviera ahí para el resto del mundo. Terminé, y el se levantó al mismo tiempo que yo lo hacía.

 El resto de la tarde no pude concentrarme. A cada momento creía verlo entrar y echarse junto al escritorio o meterse detrás del archivero. A la hora de salida, le pregunté a Julián: ¿Ya se fue tu hermano, o se quedó a esperarte?
 No -me respondió, señalando la acera de enfrente- te está esperando a ti. Maldiciendo a todos los perros y vigilantes del mundo me encaminé a tomar el camión.

 Al llegar al edificio otra vez estaba echado a la entrada como en la mañana. Extrañado, me quedé observándolo de lejos. Sin duda aquel era el mismo perro. Pasé junto a el procurando hacerlo rápido y subí las escaleras de dos en dos hasta mi departamento. Lo escuché rasguñando por la escalera hasta la puerta y permanecí observándolo por la mirilla durante unos minutos. Comencé a darle vueltas a la idea de cómo un perro puede correr más rápido que un camión, cruzar tres avenidas durante horas pico y aparecer a la puerta de mi casa como si nunca se hubiese movido de ahí. Sin hallar una respuesta lógica me quedé dormido en un sillón. En sueños escuché como si estuviera tratando de entrar, rascando por debajo de la puerta, lo sentía hurgando entre los platos de la cocina, corriendo por mi recamara, sentí su vaho sobre mi cara y me desperté. Observando por la mirilla descubrí que el perro seguía echado frente a la puerta sin moverse, en el mismo lugar de antes.

 Al día siguiente, tras percatarme de que seguía afuera, resolví hablar al centro antirrábico para que me libraran de aquella situación que se empezaba a tornar molesta. Una secretaria sin ánimo de hacerlo me preguntó cual era el problema. Yo inventé la mejor historia que pude sobre una bestia de grandes colmillos, que acechaba a los habitantes de un edificio de departamentos para destrozarlos en cuanto tuviera oportunidad. Sin variar el tono aburrido, se me prometió una acción pronta y expedita en cuanto tuvieran unidades disponibles para cubrir aquella zona. Colgué desilusionado.

 Ese día se repitió la escena del anterior. Lo encontré afuera, llegue a la oficina, el vigilante lo sacó a la calle y fui seguido otra vez a la hora de la comida. Volví a mi casa y lo encontré echado en el umbral. El jueves, Julián me dijo tener una solución: Ningún perro puede resistirse a un pedazo de chorizo, y si el chorizo va relleno con vidrio molido, entonces se acaba el problema. Confieso que la idea de matar a aquel animal que realmente no me hacía nada, me pareció cruel; sin embargo, estaba tan enfadado por ese comportamiento tan poco usual, que terminé por aceptarla.

 Al día siguiente, después de sacar al perro de la oficina, Julián me presentó el objeto del crimen envuelto en papel de estraza.
 Bueno -le dije- ¿Qué esperas para dárselo?
 -Dáselo tú, es tu perro- me respondió dejándolo sobre el escritorio.
 No sabía si aquello podría funcionar. Nunca en toda la semana había visto que comiera alimento alguno y aunque el chorizo tenía un olor muy agradable me parecía que no sería suficiente para hacer que se lo tragara.

 A la hora de comer, el vigilante me hizo un guiño de complicidad que me pareció más odioso que lo que yo estaba por hacer. Ya iba a media cuadra, cuando me gritó: ¡En la noche nos vamos a los tacos de suaperro! Comí sin hambre, pensando que no sería agradable el espectáculo de verlo retorciéndose entre espasmos de muerte, así que decidí esperar hasta el otro día para hacer lo que me había propuesto.

 El sábado preparé el chorizo homicida y me dispuse a cometer el crimen.

 Caminamos hacia el estacionamiento. Le pasé el chorizo por el hocico un par de veces sin que aquel mostrara el menor entusiasmo. Lo dejé y me retiré a la sombra de un naranjo a esperar el momento en que lo tomara entre sus dientes; sin embargo, pasaron varios minutos sin que hiciera algo que no fuera verme fijamente.
 Ya estaba yo al borde de la desesperación cuando un imprevisto rompió aquella tensa calma: Goliat, el rottweiler de mi vecino, quien acostumbraba a dejarlo suelto en las mañanas para que decorara las banquetas con su excremento, atraído tal vez por el olor del chorizo se abalanzó sobre el, se lo tragó de un bocado y desapareció por donde había venido todo en un abrir y cerrar de ojos.

 Regresé al departamento confundido por el giro que acababan de tomar los acontecimientos. Estaba justamente donde había comenzado. El perro seguía echado afuera mientras que al otro lado de la calle se escuchaban los lastimeros aullidos de un rottweiler moribundo.

 Yo te creía machito, pero veo que eres puro pájaro nalgón ¿No le diste de tragar? me dijo el vigilante después de sacar al perro de la oficina. Guardé para mí los detalles y no le respondí -Si te lo vas a quedar, al menos ponle nombre- me insistió. Ya tiene -Le dije- Se llama Julián.



Trelew Estrada Piedra.
Guadalajara, México.