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En la vereda de un cine céntrico, después de descubrirnos cuando
abandonábamos la sala, Adriana se apresuró a notificarme que estaba separada
y que compartía con tres gatos un departamento. Nos conocíamos de cuando
su marido y yo correteábamos chacinados para la misma empresa. La voz ronca,
hablaba y fumaba mucho. Como ya era habitual, yo hablaba y fumaba con moderación.
En un café me contó que andaba a la caza de chofer para su Ami: no sabía
manejar y se negaba a aprender. Vendía a farmacias sacarina y bicarbonato.
Mostré interés por la vacante, aunque por esas cosas (y bolas sin manija),
casi no había estado ante un volante tras mi oprobiosa obtención de la
licencia profesional. (Clases y más clases de conducción de automotores
en academias de Parque Centenario. En una, dos series de diez clases. En
otra, una de diez y otra de cinco. En otra, una de cinco. En otra, una
de diez. En el examen, pretendiendo estacionar, volteé un caballete. Pero
había estado magnífico en el teórico: que dónde quedaba el Hospital Pirovano,
que cuál era la continuación de San Pedrito. Tomé más clases en otras academias.
Por fin, en un examen en el que también volteé un maldito caballete, me
aprobaron [apalabrado influyente en la Dirección de Tránsito].) Fue así
que combine con Adriana horarios de trabajo y pago. Practiqué durante una
mañana y a la siguiente, después de sacar el Ami del garaje, la pasé a
buscar en plan laboral. Una noche me pidió que subiera a su departamento
dos pesadas cajas. Jugué con los micifuces. Acepté pan con manteca espolvoreado
con azúcar mientras salíamos al balcón. Como por inercia me insinué físicamente.
Me eludió preservando acaso el incipiente vínculo empleadora-empleado.
Procuró al rato retenerme, pero acaso preservando el incipiente vínculo
empleado-empleadora, me fui. A las cuatro semanas, en una esquina de Villa
Pueyrredón, por embatatamiento mío, choqué a un taxi. ¿La piña?: importante.
Adriana no me saluda desde entonces.
Me siento culpable como si hubiese sucedido ayer. No digo que soy
piloto de fórmula uno, pero ahora manejo bien. Guío un camión (Scania)
con acoplado en el tramo Zapala-Buenos Aires. También, Patquía-Rosario.
Y antes conduje micros de la Chevallier. Cuando el martes me crucé con
Adriana por el obelisco, dio vuelta la cara. Parece mentira. Lo que es
el rencor. En la actualidad tengo la edad que entonces ella tendría. Y
está apetecible. Más que antes, qué diablos, sin duda. Y sin duda, Adriana, aunque reniegue, Adriana, me debe un romance. |
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Rolando Revagliatti.
Nació en 1945 en Buenos Aires, ciudad en la que reside. Publicó dos volúmenes
de cuentos y relatos, uno con su dramaturgia y quince poemarios, además
de "El Revagliastés", antología poética. Varios libros suyos
están disponibles, por ejemplo, en http://www.revagliatti.com.ar |
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