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Hermes sabía muy bien lo que pasaría, siempre lo supo, y a pesar
de saberlo lo hizo, sin más ni más, simplemente lo hizo. De más está decirle
ahora que hizo bien o mal, nada de lamentaciones tardías ni consejos absurdos,
ya lo hizo y sólo resta estar con él, en las buenas o en las malas. Y pensar
que hasta hace unos días ni pasaba por su cabeza tan sórdida idea, se le
veía tan lozano, tan atento a todo, pero cómo son las cosas, así nomás
pasa sin que nos demos cuenta de ello. Recuerdo la última noche que estuvimos
juntos, en aquella misma mesa que frecuentamos los últimos quince años,
era nuestro círculo vicioso, nos pertenecía su territorio, llegamos a ser
uno con ella. Eran como las diez de la noche y caímos como cada fin de
semana agobiados por la rutina diaria del trabajo, nos mantenía vivos la
esperanza de llegar al fin de semana y aislarnos en nuestro lugar sagrado,
ahogarnos en litros de cerveza y con el humo del cigarro asfixiar nuestras
penurias de la semana que moría, qué simple era todo, era ese estar en
un sólo lugar entre amigos, a pesar de las novias de turno y los compromisos
de último minuto, teníamos un pacto y era deber nuestro cumplirlo.
Esa noche tenía algo era distinto a otras noches, el ambiente pesaba
más que de costumbre, la hora colgaba de la pared como un suicida, las
botellas en silencio se erguían sobre nuestra mesa sin pronunciar palabra
alguna. Era el silencio en su máxima expresión; algo raro pasaba en el
círculo, alguien la estaba pasando mal y esperaba el momento para intervenir
sobre los demás, nadie sospechaba que sería Hermes, y nadie sospechaba
lo que nos tenía que decir.
Para qué sirve ahora este pacto de confianza que firmamos en una
servilleta manchada con leves golpes de mostaza a las cuatro de la mañana
en plena borrachera, si no se cumplió a cabalidad, de qué. Cada uno de
nosotros sabía muy bien lo que pasaría si el pacto se rompía, pero no,
a él ni le importó la amistad de tantos años ni nada, incurrió sin más
en la absurda idealización de su final, en el peor de los momentos y aún
yendo contra todos nuestros sagrados principios, a Hermes no se le ocurrió
mejor idea que morirse. Así, si más, morirse, y lo peor de todo sin avisarnos
antes de, para prepararnos el terreno como dicen. No lo hizo; su muerte
llegó imprevista al grupo y se fue como llegó, como un soplo sobre la mesa,
y eso no lo hace un amigo.
Al comienzo no lo creímos, a quién se le puede ocurrir morirse en
la plenitud de su vida, qué tontería más grande, negamos esa afirmación,
la negamos del todo aun cuando Leopoldo llegó con la noticia, la risa no
se hizo presente pero no creímos una sola de sus palabras, tampoco llegamos
a la agresividad, simplemente cambiamos de tema como quien dobla una página
a la siguiente y luego a la subsiguiente, ni siquiera pasó por nuestras
mentes que algo así nos halla hecho Hermes, él no. La reunión seguía su
curso como cada sábado, la mesa estaba incompleta, sí, pero sabíamos que
en algún momento de la noche él llenaría el vacío fatuo de su silla, que
desenmascararía la broma, y luego risas y lo siento y todo eso. Nada de
eso pasó. Eran las cinco y en la calle el cielo se teñía de ese azul plata
de las madrugadas, los primeros corredores rompían la monotonía de la pista
atlética en la cancha de fútbol, algunas abuelitas salían a buscar el pan
más fresco y caliente del día, entre columnas de humo dulces y el trino
madrugador de los cuculíes en los techos de las casas vecinas. En eso llegó
la noticia traída por la mañana hasta nuestra mesa, la viuda llegaba cansada
del velorio vestida de negro, cargando un rosario de madera y la pena sobre
los hombros.
-Ustedes no piensan despedirse de Hermes. No que eran amigos del alma. Dijo llorosa y semidormida.
-Hermes está con nosotros, no hace falta seguir con la mentira. Respondí.
-Hermes está muerto, se mató mientras trabajaba en el auto. Dijo alzando la voz.
-Puede ser, pero estamos esperando a que él mismo nos confirme la noticia. De otro modo no nos movemos de aquí dijo Moreno.
-Dejen de tomar de una vez, a él le hubiera gustado que ustedes estén en este momento tan difícil. Dijo, bajando la voz.
-Seguramente sea así, pero estamos esperando que él mismo nos lo pida. En eso quedamos. Dije, dándome media vuelta hacia la mesa.
-No pueden ser tan ciegos, ¡él está muerto, entienden, muerto!, se estrelló contra un microbús en plena avenida, su auto quedó desecho y él no sobrevivió al choque. Dijo la viuda invadida por una pena enorme.
-Él sabía conducir muy bien, además está por legar en cualquier momento, ya verás, pronto nos juntaremos con él y todo será como antes.
-No lo puedo creer, ustedes que se hacen llamar los mejores amigos de todo el mundo no están con él en este momento tan triste, ¡váyanse a la mierda!, esto es increíble. Me voy. Dijo dándose media vuelta y atravesando la puerta principal del bar para perderse rumbo a casa, a descansar de la agobiante noche.
Volvimos a la tranquilidad de la mesa entre dos botellas más de cerveza;
las del estribo, ¡salud!, por nosotros, mientras la espera nos desesperaba
y el silencio aparecía de vez en cuando rompiendo el círculo. Moreno se
puso de pie casi aguantando las ganas de llorar y se despidió de nosotros,
estaba cansado y quería irse a casa.
-Me voy. Es tarde y ya me cansé de esto. Dijo, cogiendo su casaca, que
descansaba sobre el respaldar de la silla.
-Vamos hombre, ya falta poco para que aparezca Hermes. Le decimos.
-Sí, bueno, ya no quiero esperarlo más, lo voy a buscar. Ustedes si quieren espérenlo, seguramente llegará algún día. Adiós. Dijo antes de partir a casa.
El amanecer nos encontró entre el sueño y la borrachera, faltaba
una botella y Hermes no se presentaba a la mesa. Empezamos a creer que
tal vez, sí esté muerto, idea que luego se dilucido al instante.
Dejamos el dinero sobre la mesa, la cuenta estaba pagada y otra vez
Moreno se había ido sin pagar su parte. Cada uno cogió su abrigo, a esa
hora de la mañana el viento es fuerte sobre todo cerca de la cancha. Nos
despedimos del chino del bar, caminamos bordeando la cancha, en dirección
a casa de Hermes para increparle su ausencia en la noche que acababa de
terminar. Algunos corredores terminaban sus vueltas de entrenamiento y
se retiraban a sus moradas empapados de sudor. En la casa de Hermes una
luz amarilla tenue alumbraba el pórtico principal, miles de flores decoraban
el ambiente, todos en silencio fumaban lentamente y callados esperaban
la hora de partir. Caminamos hasta el frente de su hogar, nadie notó nuestra
presencia, nos sentamos en la tribuna de la cancha que daba directo a su
porche, se podía percibir lo pesado del dolor conjunto, el silencio largo
como una epidemia, esa nube de humo gris que viaja entre todos los asistentes
cargadas las lágrimas evocativas. Nos acomodamos en el frío cemento de
las gradas esperando alguna confirmación de lo que ocurría realmente; en
eso, como lo sabíamos desde siempre, porque nos conocemos más que nadie,
llegó él, tan alegre como tranquilo siempre era, vestía sus viejos jeans
gastados y su abrigo negro cerrado hasta el cuello. Pasó frente a nosotros
sin mirarnos, como quien pasa por pasar. Al dejarnos atrás en medio del
desconcierto que eso nos produjo, se dio media vuelta buscando nuestros
lánguidos ojos de mala noche y nuestra atención, no dijo nada, no era necesario
ya, siguió de largo rumbo hacia el bar del chino, aun sabiendo que los
domingos, y sobre todo a esas horas de la mañana, no había atención al
público, nunca. |
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