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Se dedicaba a recorrer los pueblos grandes, saturados de personas,
con una especie de alto y ancho recipiente de madera lleno de tierra en
un macizo carromato tirado por cuatro caballos. Era un panteón ambulante,
como nunca antes a nadie se le hubiera ocurrido.
El "panteonero" era delgado, de nariz aguileña, vestía
de riguroso negro; en su sombrero de copa, se extendía una pluma de ave,
fina y blonda.
No necesitaba anunciar su cometido. Le conocían en su intermitente,
lento recorrido por las avenidas de la ciudad donde en caso de necesitar
sus servicios, alguien de pronto salía con las manos en alto y entonces
detenía la marcha.
Subían uno o dos féretros.
La gente irrumpía en llanto, el sacerdote bendecía la ceremonia,
él esperaba un pertinente tiempo y el panteón ambulante reemprendía la
marcha. A tanto habían llegado las ciudades, ya no tenían espacio, de modo
que sus servicios eran imprescindibles.
Un día en que no había personas alrededor, un niño se acercó hasta
él y preguntó que cómo hacía para deshacerse después de los cadáveres,
dónde depositaba tantos ataúdes si, precisamente, ya no existían lugares
desocupados en ningún lugar.
El del panteón ambulante lo miró en silencio, sonrió y habló.
-Es muy sencillo- dijo- la tierra que contiene mi recipiente de madera
es una composición de minerales, sales casi mágicas que deben proceder
de la inocencia y de la ingenuidad para surtir efecto.
-¿Y cómo es eso?- volvió a interrogar el infante.
-Ven, sube, asómate si quieres.
Al asomarse el niño éste fue devorado por la tierra negra y el conductor
del panteón volvió a emprender la marcha. |
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