|
|
Al otro lado de la red, en un trapecio sostenido por palabras fugitivas,
con la tarde asida al castellano de puentes levadizos esperas el mágico,
perverso renglón de fuego que brota instantáneo desde el mechero.
Sentada frente a un cristal multicolor, le cuentas siete vidas a un fantasma trasatlántico, separando el humo del vapor, y del humo, el olor a café que burbujea en las estufas del mediterráneo. Escribes hundiendo tu mano en el océano de cabello incierto, balanceando la sandalia audaz que coquetea con el borde de la uña del pie apuntando al occidente.
Como atrapadas en un rumor inédito, se destilan letras de miel y
colmena a través del cuerpo inefable que hoy estás vistiendo. Desde algún
artefacto, el sonido del piano se abre paso con síncopas entre el barullo
de los autos y el grito verde de una palmera derrumbada en el puerto.
Al otro lado de tu red, él permuta impaciente las horas que callas
por los minutos en que dices algo, abriéndole paso a la proa de la carabela
donde tus ojos navegan, en la derrota imaginaria, hacia las Indias de papel.
Sin piedad entierra frases como esquejes en tu arena, disparando la sonrisa
que es una ensenada perpetua sujetando tus dientes.
Se machacan ávidamente las blancas teclas conformando un flamenco descifrable, adquiriendo en las entrañas un continente pequeño, diminuto, en el que las almas solas, tan lejos, se funden mientras se desnudan. |
|
|