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Los cortejantes vienen y van por el bosque de vidrio de sus vanidades.
¿Qué verdad puede estar debajo de las plumas y los géneros bestiales de
un niño disfrazado de San José de Cupertino? Con la tormenta, fosforecen
los cortejantes. Despavoridos, huyen de esa ilusión que da siempre la lluvia.
Moran alrededor del rayo con sus bocas cosidas. Moro en una estatua
que me deshabita -vanamente- como al seco árbol maldecido por el dios encarnado.
Hágase tu voluntad en los candiles de terrible esplendor; encántame la
gracia de aquel fuego azul sobre las torpes cabezas.
Nada oprime tanto como un zaguán de desesperación repleto de objetos
minúsculos. Veo el marfil enhiesto, tatuado de las bocas futuras. Nadie
se resigna a permanencia o se arrebata frente al poliedro de la noche final.
¿Son ingenuos los desechos, estos restos de cera? ¿Quién se adueña del
humo que aparta y transforma las sustancias?
Da vueltas la ronda de peregrinos hasta desvanecer el último reflejo
en las persianas. Ayer, rugía el animal de presa entre las felpas vampiras
del carruaje. Dejaba su simiente. ¡Trapos veladores, impasibles, inútilmente
exquisitos, desfondados!
Iba mi corazón latiendo por el hielo. |
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