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Caminaba con lentitud, con la precisión de los delincuentes
cautos y la sabiduría de los gatos. Miraba sin ver, pero sabiendo muy bien
hacia donde se dirigía. Con sus patas deslizaba un cuerpo peludo, bicolor
y asqueroso. Ocho patitas caminando y a la vez construyendo una tela. Hilos
finos y sedosos entrelazados, colgando de algún techo de la ciudad. Infinitos
caminos entreverados, sin mostrar una salida, con la única utilidad de
ser una trampa para quien fuese capaz de pasar por encima de ella.
Dormía en diferentes lugares. Pero una vez envuelta en
tan delicada exquisitez, como escondiéndose de temores incapaces de esquivarla,
la araña permanecía quieta por horas. No necesitaba moverse para sentirse
viva, lo estaba aun permaneciendo en la más impávida quietud.
Una vez salió de esa telaraña gigante, la cual con tanto
esfuerzo y dedicación había fabricado, para ir a recorrer la noche de mi
cuarto.
Dormida hondamente no escuché el más remoto ruido. El
sueño se enmarañaba con imágenes coloridas a la vez multiplicadas en acciones
jamás realizadas por mí. El sueño seguía sumergido en su fantasía más viva.
Colores oscuros comenzaron a inundar mis imágenes. Éstas, ahora macabras
y putrefactas, ahogaban mis sentidos. Mi corazón se estaba asfixiando de
miedo. Latía al punto de estallar. Una delicada presencia comenzó a caminar
por mi cuerpo. Primero mis piernas fueron transitadas por un insecto incapaz
de dañar, pero sí de asustar hasta el asqueo. Ocho patitas, hasta ese entonces
apenas perceptibles, llegaron a mi rostro y, con la calidad de su naturaleza,
produjo los más bellos hilos. Con ellos envolvió mis ojos, mi boca, mi
nariz, toda mi cara. Quedé como momificada en una alucinación terrorífica…
Al despertar una ínfima telaraña pendía de mi nariz.
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