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Henrik Ibsen estrenó "Casa de Muñecas" en 1879.
El drama, presentado por primera vez en Alemania, ha servido para varios
fines. Por ejemplo, para que entusiastas de un feminismo de risa le den
certificado de añejamiento a un movimiento que hoy nos parece que luce
bien en películas de principios de los setentas del siglo pasado.
El autor noruego, tan admirado por el admirado Joyce,
trabajaba en lo profundo, y ello significa colocarse por encima de los
géneros; sus trabajos se desenvuelven en lo humano de a de veras.
La obra trata de una mujer que tras ocho años de matrimonio,
abandona al marido y a sus tres hijos. No hay monólogos largos y la trama
requiere esfuerzos básicos de casi cualquier ejercicio de teatro. Sin embargo,
sí exige algunas reflexiones para comprender de qué forma el drama convierte
en vigentes dramas de hoy.
Nora es el personaje al que no queremos despegar la vista.
Sus primeros asomos nos recuerdan una frivolidad poco ingeniosa y una perfecta
felicidad de hogar. "¡Estemos alegres! ¡Estemos alegres!", dice.
Pero una vez que se devela la corriente que transita en la Nora de adentro,
como espectadores somos conducidos a sentir esa condición de muñecos por
la que atraviesa tarde o temprano cualquier persona.
Su marido Helmer disgusta desde el principio, y después
dan ganas de que aparezca cada vez menos. Acostumbra dirigirse a su esposa
con títulos de animales de ojos asustados -ardillita, alondra, estornino-.
Es el sujeto gris, que es eficaz para degradar, perfectamente adecuado
para sentir por él un asco moderado que ni siquiera hay necesidad de evidenciar.
Hay un tipo malo con nombre de tipo malo: Krogstad, quien
es pieza clave para que el sistema oculto de la obra funcione, y por el
que, quién sabe cómo, termina uno experimentando una misericordia no fingida.
El doctor Rank, amigo de la pareja estelar, hace que la historia se vuelva
aún más redonda. Cristina Lende, conocida de Nora, entretiene con algunas
frases que a uno se le antoja retener, como aquella que dice tras explicar
que su difunto marido no le dejó nada: "Ni siquiera una tristeza en
el corazón, uno de esos sentimientos que pueden llenar una vida".
Esta obra famosa tiene que ver con el ser humano desconectado
del otro. Nora hace consciente su estado de niña-muñeca y de mujer-muñeca
con una sorpresa que es bien comunicada. Helmer nunca la ha visto como
persona, sino como un entretenimiento con el que no se pueden tratar asuntos
serios. Dirigiéndose Nora a su marido, y refiriéndose a él y al padre de
ella, dice: "Ustedes no me han amado nunca. Les ha parecido divertido
estar en adoración ante mí". La persona como objeto, cosificada, tal
es el eje. El drama vale porque señala la circunstancia de descubrirnos
considerados no como seres humanos: me miras como lo que no soy, y con el tiempo miraré igual a los demás…
Duele imaginar a Nora disfrazada de pescadora napolitana,
un maniquí bailando una tarantela (ese baile para curar a los que fueron
atacados por una tarántula), entreteniendo a su marido. Lastima y alienta
verla despegarse del baile ficticio, del plástico de la muñeca, y da pena
saber que Helmer es incapaz de entender el resquebrajamiento del juguete.
"Casa de muñecas" comunicó -aunque no todos
lo entendieron- y comunica la tristeza del aislamiento, y la súper tristeza
del aislamiento disfrazado de alegría.
Ibsen presenta de manera formidable el alma de Nora,
describe cómo esta tantea terrenos, avanza, retrocede, y no sabe si quiere
volver o ir más allá; espera respuesta del terreno. Al final nos damos
cuenta que el autor se deja conducir por su frankenstein atractivo -la
protagonista es aquí, en mi representación, bellísima-, y es él quien resulta
el muñeco de Nora, la cual se ha vuelto gigante y agita hilos largos, haciendo
decir al autor palabras viejas de las que se nutren las tragedias de siempre.
Durante este 2006, cada vez que la obra se represente, Nora resucitará
a Ibsen 100 años después de muerto, para que ambos nos recuerden que la
labor de deshumanizarnos unos a otros no ha terminado. |
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