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El anciano revisa lo escrito en el papel, la última pista
en la búsqueda de su hijo. Dobla el recado. Lo guarda en un bolsillo. Echa
una mirada al cuarto del hotel. Desde la noche en que prometió que lo encontraría
todo le parece ajeno, nebuloso. Estaba sentado en la cama del hospital,
su esposa dormitaba en silencio. Lo único audible era un tono agudo y rítmico
que lo mantenía nervioso, proveniente del aparato al que la conectarón.
Postrada, su mujer, victima del cancer, pronunció entre sueños el nombre
de Ellic. El esposo acercó su rostro al de ella, pensaba en contestarle
algo, pero no supo qué. Entonces, ante el gesto ausente de su cónyuge,
dijo en un susurro que lo traería, que le pediría, no, se corrigió en medio
de la semipenumbra, le suplicaría regresar a casa. Abrazó a su esposa.
Lagrimas como hilitos delgados se iban abriendo paso por su rostro lleno
de caminos.
Baja a recepción. Se acerca a la vitrina donde un hombre
de traje observa con expresión de agobio un pequeño televisor blanco y
negro. Le entrega la llave, el otro simplemente la toma sin decir palabra
y la guarda en un cajón. El viejo se queda de pie, indeciso a hacer la
pregunta. El sujeto se le acerca más con un gesto automático que con genuino
interés: ¿Algo más en que pueda ayudarlo? Si, busco este lugar llamado…
busca en su bolsillo, saca el papel y lo desdobla nerviosamente… "El
pacto rojo". En el rostro del recepcionista se dibuja una ligera sonrisa:
Está en el lado norte del centro de la ciudad, tome un taxi, pero… Se acerca
a su cliente, baja la voz… si busca esa diversión mejor vaya al lugar que
esta en la esquina, serán amables con un viejo como usted. El anciano se
queda aturdido. Con un grito le mienta la madre, intenta golpear el rostro
del sujeto. El otro esquiva el puño, regresa el golpe y le da de lleno
en el estomago. El viejo se queda en el suelo unos segundos. Piensa en
que hace años hubiera sometido a su adversario. Las cosas cambian.
El anciano es violinista, maestro en una escuela de música
privada y compositor poco exitoso. En su juventud estudió en distintos
conservatorios, viajó mucho y era considerado casi un virtuoso. Era invitado
a conciertos y charlas sobre los clásicos, sobre todo de Paganini. Los
años pasaron con velocidad miéntras él se entretenía en ser la gran promesa.
La gran obra nunca llegó. Le hubiera gustado poder decir que su fracaso
se debió a alguna intriga, un accidente fatal o una historia que dotará
de un mínimo de tragedia su falta de éxito. Un día volvió a casa: sin fama
ni fortuna. En su ciudad natal debió conformarse con un sueldo de miseria
en la filarmonica local. Terminó de profesor. A los pocos años conoció
a la que seria su esposa. Su primer y único hijo llego tiempo después.
El olor en el taxi es ácido. De la radio sale lo que
al anciano le parece el estruendoso ruido de una balada popular. Por un
momento piensa en pedirle al conductor que baje el volumen. Desecha el
pensamiento poco después, aun siente dolor en el abdomen. Se conforma con
ver la ciudad pasar tras los cristales. Se pregunta por qué su hijo decidió
venir a un lugar como ése. Recuerda por momentos las tardes en que acompañados
de un metrónomo enseñaba a tocar el violín a su hijo con más terquedad
que resultados. Estaba seguro que a diferencia de él, Ellic podía ser famoso.
Su sueño de tocar con maestría los caprichos de Paganini seria cumplido
con su heredero. El niño tenía aptitudes, solo era cosa de moldearlas,
de ponerlo a practicar desde pequeño. En esos días se prometía que le mostraría
el camino, aun a base de golpes y prohibiciones. Durante los primeros años
todo parecía marchar bien, pero llegada la adolescencia un distanciamiento
se fue volviendo cada vez más claro. Las peleas, los silencios, ya después
las faltas a las sesiones diarias fueron marcando lo que terminaría en
una pelea en el duodécimo cumpleaños de su hijo.
Eran ya tres años de distanciamiento. En esa pelea Ellic
acusó a su padre de quererlo controlar, de buscar cumplir sus sueños frustrados
con su hijo. La mención de esa verdad fue más lastimera que cualquier ofensa.
Las palabras subieron de tono. Los golpes llegaron. Terminó en el suelo,
con el rostro ensangrentado, vencido por el chico a quién siempre considero
un flacucho holgazán. El viejo se levantó avergonzado y furioso. Lo corrió
de la casa. Pasaron algunos días antes del arrepentimiento, pero su orgullo
podía más que su cariño. Durante los meses siguientes se entero que el
joven se marchaba de la ciudad. Su esposa aun mantenía contacto con su
hijo. Ella intentó que ambos hicieran las paces. El talento para el violin
y la testarudez eran la única herencia perceptible. Tiempo después le diagnosticarón
cancer a la mujer. El maestro de violin estaba seguro de que su esposa
no le había dicho nada a su hijo, prefería mantener en secreto su enfermedad.
Vinieron las complicaciones y una sentencia del doctor. El anciano sabía
que si ella llegaba a morir sin que su hijo la viera por última vez, este
nunca se lo perdonaría. El último hilo con su vástago se rompería para
siempre.
Es aquí, dice el taxista sacando al viejo de sus recuerdos.
El anciano baja del auto y mira la colorida entrada al sitio que le indicará
una voz de un desconocido en el teléfono. Había sido difícil conseguir
información a través de los amigos de Ellic. Todos lo tenian por un ogro,
un machista senil, en palabras literales, que estaba más interesado en
Bach y Paganini que en su familia. Fueron días de súplicas, de atar cabos
y dar vueltas de un lugar a otro, de llamadas telefónicas imprecisas. Se
acerca a la puerta.
A la entrada le sigue un pasillo largo, lleno de focos
de luz negra. Le sigue una estancia donde paga su boleto. Ve una pareja
de hombres abrazados. Televisores cuelgan del techo mostrando falos en
distintos grados de erección. Siente nauseas. La música dentro de la sala
principal es estridente. Todo esta oscuro. Sombras bailan bajo una niebla
blancuzca. El viejo se siente perdido, no alcanza a distinguir facciones
de nadie, todo es un mar de cuerpos en movimiento asíncrono. Recorre el
lugar sin éxito. Pregunta a un mesero, este pone expresión de que no escucha.
Le repite el nombre de su hijo y el otro asiente, se marcha dejándolo hablando
solo y poco después regresa con un vaso de una bebida verde fluorescente.
El viejo intenta rehacer la pregunta pero se convence de que es imposible.
Paga la bebida.
Busca donde sentarse, donde abandonarse a la impotencia.
Siente asco de tocar a cualquiera, pero es inevitable ante lo lleno del
lugar. En ese momento una voz con eco anuncia que empezará el espectáculo.
El viejo hace caso omiso, lo único que quiere es encontrar a su hijo, salir
al silencio, el bendito silencio, y hablar con él. Las luces de la sala
se mueven para apuntar hacia una tarima en un extremo del lugar. La música
se calla. Un zumbido parece cubrirlo todo. Unas notas largas y armoniosas
de violin resuenan en las bocinas. El anciano mira hacia el estrado. Una
mujer vestida con grandes arreglos, peluca enorme y maquillaje colorido
toca una fuga. Reconoce a su hijo. La música electrónica empieza a acompañar
las notas. La gente empieza a moverse con ese ritmo acelerado. El baile,
las luces, el movimiento regresan.
A base de codazos el viejo logra acercarse al estrado.
Intenta gritarle a Ellic, pero la música es más fuerte que cualquiera de
sus intentos. Un par de sujetos altos se le acercan, él intenta tocar el
pie de su hijo pero lo detienen. Lo agarran de los hombros, le gritan al
oído que se detenga o lo sacan. El anciano les grita que lo dejen, que
debe decirle algo al violinista. Los otros no entienden sus palabras, empiezan
a empujarlo. El viejo desiste. Se aleja entre los cuerpos que brincan al
ritmo del acompañamiento eléctrico. Ve a Ellic en medio de las luces, las
ropas, la belleza que le recuerda a su esposa cuando la conoció. La imagen
le parece hermosa. El anciano padre no esperaba eso, muchas cosas se aclaran
en su cabeza: peleas, actitudes. Se debate entre acercarse u olvidarlo
para siempre.
El violinista termina la pieza, toma un respiro. Empieza
a tocar uno de los caprichos de Paganini. La multitud enloquece. Los bajos
electrónicos acompañan el ritmo veloz. Los cuerpos se mueven como un océano
en tempestad. En medio de todos, el padre sonríe. Mira a su hijo con orgullo.
La armonia, el carácter exacto. La pasión que siempre buscó durante su
vida eran ahora logrados por su antes alumno. Los rencores se disuelven
en esos movimientos rapidos, en esos tonos precisos. Piensa que ya habrá
tiempo de acercarse, de pedir perdón, de recobrar lo perdido. La esperanza
de aceptar lo que está viendo. El anciano padre se queda quieto, estático
en medio de todos. Lagrimas como hilitos delgados se van abriendo paso
por su rostro lleno de caminos. |
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