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Sintió que no podía despedirse, que un sentimiento escondido
allá, lejos, despertaba e intentaba retenerlo. Cerró los ojos y escuchó
esa voz a la que tantas veces se había negado. Y lo amó con ternura, con
anhelo, con hambre.
Cuando su cuerpo liberó el último estremecimiento de
su goce, le abrió la puerta y despidió a la culpa. Se excusó, la vida es
sólo una.
Pero estaba mal: eso no se hacía. Algunos lo llamarían
promiscuidad. Otros, engaño. Ella sabía que vibraba con los dos. Que los
dos vibraban con ella. ¡Maldita cultura!, se dijo.
Entonces, volvió a abrir la puerta y a ella también la
echó, pero esta vez, no dio explicaciones. |
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