Oscar Huerta*


ella y él


       Cada día, cada mañana, él se levantaba temprano para comenzar su laboriosa tarea. Era ella la autora de su todo, era él tan sólo la herramienta de su inspiración, ella no lo sabía, y él no se lo quería decir.

       Construía laberintos enormes con sólo la imagen de ella. No había nada dejado al azar. Los muros enormes y largos, las sendas amplias y bifurcadas, los jardines cuidadosamente diseñados, los espirales endiablados que no tenían explicación coherente, las trampas y las sin-salidas. Levantaba murallas con letras y palabras, murallas perfectamente uniformes que contaban a detalle la historia de ella, que quizá ni ella misma recordaba con tanto detalle. Bajaba polvo de estrellas para que fuera inmaculado el suelo bajo sus pies. Bordaba nubes con hilo de arco iris para dar sombra a sus caminos, las nubes obedientes y quietas hacían sombra y dejaban transitar al aire fresco. Pintaba cada pequeño mosaico con los diez mil gamas de colores que emanaban de los misteriosos ojos de ella, sendas hipnotizantes con colores finamente acomodados. Con canciones construía los techos y las cornisas, con arcilla y barro untaba y jugaba con texturas para los caminos, las bardas, los cielos y las noches. Con pedazos de sol atrapados en lamparas alumbraba cada paraje del laberinto en las noches más negras y frías, sólo dejaba de hacerlo cuando la luna extendía su manto de pálida luz.

       Pudo haber sido él un dios, no había un sólo trazo imperfecto en los laberintos. No le bastaba el universo para completar las avenidas y los callejones, recurría a los sueños floridos de ella, una cucharada por vez, y continuaba acomodando cada grano de sueño, cada suspiro que ella dormida dejaba escapar.

       Él afirmaba y juraba y le decía que los laberintos eran un juego para que ella en sus ratos libres jugara con él, muy sin embargo en el fondo su intención era atraparla y amarla por el resto de la eternidad. Ella era una estrella que apenas sabía que él podía hacer cualquier cosa por ella. Ella era tan despistada que él fácilmente le robaba sus sueños y todas las lagrimas que ella engendraba en sus ratos de desesperación. Ella era una luna sirena que en las noches cantaba oscilando en la marea de la noche. Era ella una maga que de su boca salían paraísos e infiernos donde él invariablemente caía sin nada que pudiera hacer. Era ella la luna traviesa que juega a esconderse entre las nubes y todos los astros que cómplices abusan de la paciencia de él.

       Pudo haber sido él un dios que se queda con la musa más bella y perfecta que el injusto universo puede albergar. Pudo él haber sido un demonio que simétrico a dios se queda con la musa más bella y perfecta que el injusto universo puede mimar. Pero él no era ni un dios ni un diablo ni siquiera un hombre cuerdo, muy en cambio él apenas era un sin chiste poeta que con sus hechizos quería construirle un mundo para que sólo ella y él pudieran habitar.

       Hubiera él querido ser alguna clase de dios o algún tipo de demonio, que pudiera verla y tocarla cada que le diera la gana, pero no, tenía que conformarse con esa forma exótica de estrella fugaz, con esa naturaleza de niña cometa, que es predecible, que siempre regresa, pero que igual siempre esta escapando y no se queda quieta. Alguna vez se le ocurrió atraparla, y encerró al laberinto, ató lagrima por lagrima hasta completar un cerco, encadenó cada pétalo con cada mariposa a cada estrella a cada arena del mar, y sin embargo ella siempre escapaba hecha humo.

       Ella en cambio, era una rosa caprichosa y salvaje que sólo el rocío puede tocar. Ella era una diosa o un demonio que a voluntad iba y venía, subía y bajaba, amaba y odiaba. Quizá era ella una diosa, pues era torpe y distraída, o tal vez era un diablo pues era ágil e ingeniosa, o era acaso una niña que inocente siempre convence y se vuelve amorosa y crece y se convierte un princesa que atrapa canciones y los convierte en peces. Ella era el enigma más grande, dentro y fuera, arriba y abajo, en blanco y morado, en rosa y en negro de aquel laberinto perfecto que a su vez era imperfecto, pues ella siempre lograba escapar.

       Era ella una quimera, que convertía el cielo en océano, las manos en llanto, las horas en fresas, las nubes en fuego. Él apenas podía acercarse a tocar su ropa, o rozar su cabello, ella jugaba a ser sirena y cantaba y bailaba en las cornisas que él construía. Él sufría pendiendo su alma de una caricia que ella le daba para mantenerlo herido y esclavo, ya que ella gozaba sabiendose bella y querida.

       Cada que ella se iba a él se le rompía un pedazo de corazón, que lo usaba para tapar el ultimo hueco por donde ella salía y entraba, por donde él sangraba y moría, cada vez más. Iba y venía, ella con sus aromas sencillos, él con sus inextricables laberintos, ella iba y él venía, y viceversa, en sentido contrarío, él indefenso era un satélite que giraba y giraba en torno a ella, ella lo atraía pero nunca lo suficiente para que él se posara en la superficie de ella, que era su sueño más grande y más recurrente.

       Se pasaba él todas las horas, los días, los años haciendo más grande su laberinto hasta que pudo llenar todo el universo. No había esquina o confín que él no hubiera llenado de trampas, olores, murallas y techos, pisos y puertas, ventanas y fuentes, jardines y abejas, pulpos e islas, montañas y puentes, árboles y gotas de lluvia. Ella escondida lo miraba desgajarse en arduas y quirúrgicas tareas, y se sonreía, cada vez le era más fácil brincarse la barda, correr entre sus fuentes, jardines, montañas e islas, puentes y techos. Muy pocas veces ella sentía algo de pena por aquel terco poeta que a pesar de saberse pequeño, alzaba las manos buscandola a ella, para sólo encontrarse con sus caprichos. Mirandolo exhausto y contemplando su obra completa, bajó ella a sentarse a su lado. ¿Qué me has dejado ahora arquitecto poeta? ¿Cómo he de escapar si has llenado el cielo de estrellas y los mares de arenas y los cielos de nubes y soles?

       Él se sintió satisfecho con aquellas palabras, él se supo dueño del universo y sonrió, él creyó ser un dios y le dijo "serás mía siempre jamás". Pero ella que si era una diosa o alguna clase de diablo le dijo que no, que aún le quedaban muchas historias y alas para volar. Lo llevó a un volcán apagado que le quería explicar. Ambos subieron a lo alto en la boca de aquel viejo dormido, en su interior encontraron miles y millones de canicas redondas pequeñas perfectas, ella que tenía una canica en la mano se la dio a él. Esto es lo que has terminado querido poeta, y esperare lo que sea necesario para que termines y por fin dormir en tus brazos y beber tu calor. Con su sonrisa despreocupada ella lo besó con ternura, abrió sus alas y como cada mañana y tarde y noche simplemente escapó.

       Cada día, cada mañana, él se levantaba temprano para comenzar su laboriosa tarea. Era ella la autora de su todo, era él tan sólo la herramienta de su inspiración, ella lo sabía, pero fingía que no.



*Oscar Huerta.
Guadalajara, México. 1971.
Co-director de
al margen.